Abaraska (El panal)

Abaraska-1Editorial: Txalaparta

Año: 2.008

Páginas: 280

En 2.009 me decidí a realizar una traducción a castellano de este libro, con el título de El panal. En 2019 Tren en Movimiento publicó la traducción en Argentina.

*Puedes dejar abajo tu opinión o comentarios.

Este libro es como un enjambre, en donde los personajes deambulan por el mundo buscando algo que dé sentido a sus vidas. Y aunque cada uno eche a andar hacia algún sitio, hacia alguna obsesión, siempre entrecruzará su historia con los personajes del entorno, convirtiéndose, en la medida en que la vida continua, en compañera, adversario amante o agresor. A fin de cuentas, las paredes de cada habitación del panal no son más que una fina capa de cera.


Me encontraba en Malasia, en el verano de 2.004, en el impresionante lago Kenyir, en un pequeño hostal flotante, cuando se me presentaron las primeras ideas para esta novela. Algo que ver tendría aquella paz oscilante, también la mezcla cultural de aquella tierra y tantas amistades cruzadas en el camino y situaciones vividas durante los últimos años. Tomé el cuaderno y, mientras los jóvenes del hostal pescaban, se fueron esbozando los primeros seis personajes y las líneas generales de sus historias. Aquellos personajes conservaron el número del orden en que fueron creados, aunque en el libro aparecieran en un orden diferente. Si no me equivoco, los tres últimos los cree en Bermeo, a la vuelta de aquel viaje. No sé si calculé que para unir y cerrar bien las historias necesitaba nueve personajes o si surgió esa cantidad espontáneamente. En cualquier caso, una vez decidido el mecanismo para enlazar las historias, tuve que hacerme una especie de mapa para no perderme en los saltos entre historias, lugares y años.

Aunque fue la cuarta en publicarse, El panal es la tercera novela que escribí. Las dos anteriores eran bastante lineales y tenía ganas de experimentar, tejer otro tipo de historias y utilizar otras técnicas narrativas. Así, decidí que cada personaje tendría su propia voz narrativa, que el narrador también andaría a saltos, junto a los personajes. Sabía que podía resultar un experimento confuso pero, por otro lado, nunca imagino a los virtuales lectores pasivos. La apuesta no era cualquier cosa, y quedó claro a la hora de publicarla; y es que algunas editoriales prefieren apostar por libros que aseguren las ventas y dan un peso importante a los números en sus decisiones. Mi actitud, por el contrario, siempre ha sido anteponer mi independencia y seguir los dictados de mi interior. No es el mercado lo que me quita el sueño.

La novela en sí misma es una imagen del mundo globalizado. Para empezar, me vino a la cabeza que en la vida, entre las personas desconocidas y anónimas que se mueven a nuestro alrededor, puede haber de todo, que cualquiera puede tener una historia que merece ser contada, y me pareció interesante jugar con esa idea. Por ejemplo, detrás del asesinato que leemos hoy en la prensa puede estar alguna persona que ayer se tomaba una cerveza a nuestro lado o con la que incluso intercambiamos algunas palabras. En nuestras abundantes relaciones superficiales nunca sabemos qué infierno vive ese rostro ante nosotros que juzgamos a la primera mirada. Precisamente para realizar esas uniones, los bares, restaurantes, cafeterías, en definitiva todos los lugares donde se come o se bebe, pueden ser escenarios adecuados. Igualmente lo podían ser los transportes públicos, por ejemplo, pero para las historias que quería inventar, los primeros eran los más adecuados. La idea en sí no era original: en este mundo todos estamos unidos con todos, nos guste o no, y eso precisamente quería hacer a través de aquellos personajes: juntar personas, historias, situaciones, culturas, alegrías y tragedias de cualquier rincón del mundo. Junto con esa idea vinieron otras  muchas: el destierro, el anonimato, las luchas invisibles, la vanidad del modelo social… No pienso aclarar todas aquí, quien quiera puede buscar en el propio libro los mensajes encerrados en botellas arrojadas al mar.

También en este libro se produjeron procesos curiosos al tejer las historias. Así, algunos de los últimos personajes que inventé se convirtieron en algunos de mis favoritos: la joven kenyata, el argentino, el palestino y, sobre todo, la última que se me ocurrió en el mismo lago Kenyir, la niña malaya. Uno de ellos, el palestino, realizó un camino muy especial. Cuando lo creé, no conocía ningún palestino. Un personaje así me servía para dar algunas vueltas a ciertas inquietudes éticas y filosóficas, tenía un simbolismo especial, junto con la niña malaya, en una sociedad en la que las personas musulmanas estaban/están cada vez más estigmatizadas por el mero hecho de ser musulmanas. . Sin embargo, no era precisamente una defensa de su religión lo que quería hacer, pero sí deseaba reflejar de alguna manera las luchas que ellas mismas tienen. Pero cuando la novela estaba ya en camino, en la época en la que andaba dando vueltas al proyecto de irme a vivir a Laos, estando en su capital, en Vientiane, dónde me fui a topar en un pequeño y agradable bar al que iba cada mañana a tomarme un café con el palestino Jad. La casualidad nos juntó y a partir de ese momento nos encontrábamos todos los días a «arreglar el mundo». Coincidíamos en muchos aspectos, pero lo que más me sorprendió fue el parecido que tenía con mi personaje. También a él se lo confesé. Ambos tenían un mismo proyecto fundamental: inventar algo grande en favor de la paz mundial. Aprendí mucho de él, y algunas de sus cualidades pasaron al personaje. Por ejemplo, es real, contada por él, la historia del hermano torturado y asesinado por la policía israelí. En ocasiones la literatura te lleva por caminos extraños como ése… Más allá de las ficciones, no es el único personaje ligado a una persona real. Ahí están algunos personajes con los que se encuentra en EEUU el aspirante a escritor, o la propia stripper; aunque las historias son inventadas, en su base tienen alguien real.

Algunas veces tan curiosos como los sucesos surgidos al escribir son los relacionados con las críticas y opiniones que recibes. Así, por ejemplo, me resultó muy divertido ver cómo interpretaban algunas personas el final de la novela. Las últimas páginas del texto las tenía escritas casi desde el principio. En el libro existe también algo de metaliteratura, a través del personaje que aspira a ser escritor, también ganas de reírme de los engaños del arte, a través del personaje argentino. Para mí ese personaje era un juego: a través de la ficción creada, el personaje podía ser el verdadero escritor de la novela, quería sugerir algo así, aunque el personaje nada tenga que ver con el escritor real, es decir, conmigo. Los personajes amontonados en su cuaderno no tienen ninguna relación con los creados en la novela El panal, ni con la metodología para obtenerlos. Las cosas que suceden a ese personaje y sus reflexiones finales, por tanto, son tan ficticias como todo lo demás, nada tiene que ver con la novela. Y pensaba que ese juego sería suficientemente obvio. Sin embargo, es cierto que quería utilizarlo para introducir reflexiones metaliterarias, sobre el proceso de creación. Quizá, a algunos lectores les haya sucedido lo mismo con algunas obras situadas en la cima de la literatura mundial: llegar al final y sentir que la novela no tiene final, es decir, que no encuentras una razón para que la historia termine en ese punto. Sentirte frustrado, en cierto modo, porque la historia, más que finalizada, parece dejada, como si el escritor en algún momento hubiera dicho «ya está bien, hasta aquí he llegado».  Pareciera que no le quedaba más por contar, o ganas para seguir, como si con lo dicho fuera suficiente. Pero la propia historia narrada se siente sin redondear, sin cerrar. En alguna ocasión, al terminar algunas de esas grandes y no tan grandes novelas, he tenido la sensación de que el escritor ha abandonado a sus personajes.  Y aunque haya gozado enormemente el camino hasta ese punto, me queda un sabor contradictorio. Eso es lo que suelta el personaje de El panal, frustrado por la trampa que le ha jugado la vida, indignado con la literatura. Pero eso que es pura ficción literaria, algunas personas, incluso algún inteligente crítico, lo tomaron como algo que realmente me había sucedido a mí al escribir la novela. Sí, con frecuencia resulta muy entretenido ver la interpretación que la gente da a aquello que has escrito…


Fragmento para lectura

Has puesto tus manos en torno a la taza de té. No porque las tengas frías, sino porque su calor es la única cosa que te resulta conocida en este viaje. El calor del té y tu querida mochila. Por primera vez viajas en un gran barco como éste. Más aún, por primera vez sobre las aguas del océano. El océano para ti es un desconocido compañero. Pero compañero, amigo, quieres creer. Al menos compañero de fuga. Él te lleva lejos del asfixiante mundo hermético, a una nueva vida. Es cierto que a poco de ascender al barco comenzaste a pensar si era una buena idea. No eres más que una niña. Demasiado niña. Demasiado pequeña tú y demasiado grande lo que te circunda. Demasiado grande el barco, demasiado grande el océano, demasiado grande el capitán, demasiado grande la tripulación, demasiado grande el futuro. Todo se te imagina exagerado. Si soltaran en el lago Kenyir un renacuajo nacido en un charco, no se sentiría más diminuto. Ni más perdido. Al final no has reunido todavía el valor para hacer la primera cosa que deseabas: quitarte el velo. ¿Cómo vas a retirarlo sin sentirte desnuda delante de todos estos hombres? Claro, tienes ganas de sacar a la luz del día la hermosa noche que se esconde en tu pelo; quieres que los hombres la admiren. Una melena tan bella y siempre encarcelada. ¿Pero, qué van a pensar de ti si la sueltas ante ellos? ¿Que eres obscena? ¿Orgullosa? Es más sencillo antes del amanecer. Cada noche, cuando entras en tu camarote y te acuestas, lo ves fácil. Entonces desnudar la cabeza es tan sencillo como desnudar tu cuerpo. Y ahís sientes que no hay cosa más realizable: a la mañana dejarás el velo en la silla y saldrás del camarote, eso es lo que harás. Pero en vano hasta ahora. El cielo diurno espanta tu valor para salir sin velo igual que espanta la bruma del mar. Lo que al oscurecer es firmeza se convierte en impotencia por la mañana. Y ahí está el pañuelo, dando una imagen falsa a tu rostro.

Has retirado las manos de entorno a la taza y has bebido como un pajarito. Se diría que el té ni ha sentido lo que le has robado. Miras a los hombres que te rodean. A ti nadie te mira. No estás ahí. Si no es para esa mujer negra. Para ella estás. Eres. Sus ojos azabache expresan comprensión, pero en ellos sientes otro tipo de impotencia. En alguna ocasión, al poner ante ti el té, te ha hecho una especie de caricia en la cabeza. En el pañuelo. En el maldito pañuelo. La cabeza está más abajo, oculta. Si te lo hubieras quitado habría sabido que tu cabello es aún más suave que el velo. Y más brillante. Pero ya llegará la hora pare eso también. Esa impotencia no estará contigo por siempre.

Bebes té y abrazas la mochila. Sobre tu cabeza vuelan palabras incomprensibles. Ni esas palabras te toman en cuenta. Pasan como águilas, sin necesitar tu cabeza ni para una breve pausa. Las águilas no se posan en los arbustos. Y prosiguen su vuelo sin dejar en su camino ni una pluma o un simple excremento. Nada es para ti. Nada entiendes. Ni lo intentas. El primer día sí, jugaste a adivinar alguna palabra. Y en seguida te aburriste. El capitán sabe inglés, y a él le hablas de vez en cuando. Muy poco. Para expresarle que debes ir al baño, por ejemplo. Él también te habla poco.

Se ha terminado el té y a las palabras voladoras se les ha unido el humo. Uno o dos son los que allí no fuman. Tú, en cambio, te ahogas con ese humo. Hasta ahora has permanecido ahí, sin atreverte a hacer el más mínimo movimiento, clavada a tu asiento hasta que el capitán se levante. Hoy, sin embargo, tus pulmones manifiestan sus ganas de rebelión. No son los pulmones los únicos que se quejan. Tus piernas están acostumbradas a dar paseos por Kuala Lumpur, y desde que te adentraste en el mar no hacen más de veinte metros al día. Dudas si decirle. Abrazando tu mochila más fuerte, bebes el ya inexistente té, miras al capitán… y tratas de ver las puntas de los pies que se columpian bajo la mesa. Intentémoslo de nuevo. De nuevo aprietas la mochila, tomas la taza, esta vez sin beber aire, y miras al capitán.

-Disculpe, señor…

Las águilas han continuado mezclándose entre ellas, sin detener por ti su vuelo. Has debido decirlo demasiado bajo. Pero no sabes si las palabras querrán salir otra vez. Miras al capitán apurada. Comienzas a reunir valor para separar los labios. Por suerte, un oficial moreno hace un gesto al capitán con la cabeza; un gesto hacia ti. El capitán te mira. Con dulzura. Siempre te mira dulce, siempre te habla con suavidad. A veces esa misma dulzura agita tu cuerpo como las acometidas del viento agitan a los simples gorriones, sin dejar una sola pluma en su lugar.

-Disculpe, señor, ¿podría salir afuera a ver el mar?

-Por supuesto, pequeña, el tabaco no es bueno para los pulmones jóvenes. Ve, pero anda cerca, ¿bien?

Afirmas con la cabeza. No tienes ninguna necesidad de caminar por todo el barco. Sólo necesitas diez metros para sentir el viento en la cara y pasear. Diez metros pueden recorrerse muchas veces. Incluso pueden hacerse kilómetros en diez metros. Sales del comedor con la mochila entre tus brazos.

En seguida sientes el salitre limpiando el humo de tu rostro. El frescor exterior borra totalmente el recuerdo del tabaco. Avanzas unos metros y te apoyas en la barandilla. Como todo lo que se veía en la cubierta del barco, la barandilla es también completamente blanca. Extendiendo sobre ella tu mano, te fijas en el contraste de colores. Remangas el vestido. Verdaderamente nunca has pensado que la tuvieras tan morena. Tu muñeca a penas es más ancha que la barandilla. Con la sonrisa en los labios, miras a la interminable distancia azul que se extiende desde el barco. Aquí ni siquiera las gaviotas. El océano, el cielo y vosotros, no existe nada más. Se te encoge el corazón al sentirte más diminuta que nunca. No eres más que un insignificante punto escondido bajo un humillante pañuelo. Más insignificante aún que la propia humillación del pañuelo. Las salpicaduras que llegan para traer un sabor insulso a tus labios son más pequeñas que tú. Nada más, listo. En Kenyir, a pesar de ser un interminable lago, de vez en cuando asoman árboles del agua, y la selva está siempre ahí, vigilante desde la orilla. Te ves a ti misma en el albergue flotante, pescando con el aparejo prestado por los muchachos de allá. Ellos eran con mucho más habilidosos que tú, o más afortunados, pero, aún así, pescaste unos pequeños. En este mar difícilmente pescarías, no hay forma de ver qué se esconde bajo unas aguas tan movedizas, y los que de vez en cuando se muestran, cortando la superficie con elegancia, son demasiado grandes para alzarlos con el aparejo. A eso que sientes se le llama nostalgia, aunque aún no te lo hayas confesado a ti misma.

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