Esan gabe doa (Ni qué decir)

Editorial: Txalaparta

Año: 2.022

Páginas: 325

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Hace diez años que desapareció el país de Sakau y se fundó Askayala, la federación de pueblos libres. La tensión, sin embargo, no se ha desvanecido porque está viva la amenaza de invasión de una alianza internacional. Como es habitual, el primer frente de esa posible guerra es la información, y hay mucho en juego. En estas circunstancias, Lore y Fabi se enfrentan a su nuevo día a día entre contradicciones, cosas mal dichas y dichas a medias. Mientras, en el país vecino de Costa Alegre, lo que para algunos es una esperanza es una amenaza para otros; Jaco y Jacinto saben tanto como eso. Estos son los cuatro personajes principales, mientras que el quinto es la propia sociedad, con sus estructuras, modelos y arquitecturas renovadas.

Esan gabe doa (Ni qué decir) se trata de una pieza de la trilogía del escritor de ficción Simun Palsu, la primera que llega a nuestras manos. Una utopía, habrá que decir. Una invitación a un sentido común que pueda ser digno de vivirse y justo, salpicado por el realismo mágico tan propio de la tradición latinoamericana.


El primer retoño de lo que luego sería Esan gabe doa surgió en 2009 . Yo estaba en Chile, inmerso en la primavera del hemisferio sur. Había acabado con Utopiaren itzalak y se la había enviado a mi editor, y desde un par de años antes tenía entre manos el proyecto Bioklik esbozado en Bermeo. Entonces ocurrieron dos cosas a la vez. Mientras yo leía Así habló Zaratustra de Nietzsche, de pronto, zapa, me vino a la mente un pasaje burlón que podía ser el principio de una novela. Ahí se plantó el germen de lo que luego sería la 8. hiria. Al mismo tiempo, Asier Serrano me envió hasta Temuco el manuscrito de su novela Erlojugilea y me contó su proyecto. Leí fascinado ese maravilloso libro, y en mi cerebro empezaron a unirse los hilos. Poco a poco, la idea fue tomando forma: tenía que escribir una trilogía que sería el reverso de Bioklik que tenía entre manos y que, en parte, daría a mi universo literario la dimensión que le faltaba. Porque así he visto siempre mi literatura: un universo, libros que hablan entre sí, que se mueven en el mismo mundo, juegos de espejos entre libros…; y al tejer ese mundo hice varias veces la reflexión: ¿cómo puedo meter la sociedad que yo sueño en el mismo universo tan alejado de ese modelo? A menudo me vino a la mente la ciencia ficción, universos lejanos, pero quería situarme en el mismo universo que todas mis otras novelas, en este planeta y en las mismas épocas que los otros libros, y ahí vino la idea de la trilogía. Pronto decidí que el boceto iniciado, que sería una novela humorística,  sería el primer ladrillo en la historia que quería contar, cronológicamente hablando, pero que el libro que abriría la trilogía sería cronológicamente el segundo. La idea principal era simple: en un país se ha producido una revolución, el pueblo se ha levantado y se ha lanzado, sin líderes ni doctrinas, a configurar un sistema que puede calificarse de anarquista, con todas sus dificultades, amenazas y contradicciones. Esto significaba un nuevo ciclo que había que pensar y preparar bien.

Así, sin prisa, mientras los años siguientes se escribían otras novelas -ahí fueron surgiendo Gezurra odoletan, Bioklik, Bahiketa… -, me tomé mi tiempo, animado por las lecturas que llegaban a mis manos, discusiones con amigos, dudas que surgían, vivencias vividas y momentos concretos de inspiración, para dar forma a lo que iba a ser y escribir algunos pasajes. Iba a ser un nuevo ciclo en muchos sentidos, lo tuve claro desde el principio. Entre otras cosas, porque el nuevo ciclo iba a dar más cabida a nuevas y no tan nuevas influencias literarias, especialmente el aliento latinoamericano. Azuzado por tales influencias, me vino la idea de los jóvenes que se reunían en la fábrica, vi claro que ese país debía ubicarse en Latinoamérica, convertí en dos lo que inicialmente era un personaje único y di una gran vuelta a lo que había pensado inicialmente para él, algunos temas que vinieron ligados a esta nueva organización social, como la educación, el cuidado, la tecnología, el decrecimiento, la comunidad… Y, claro, las amenazas que tendría ese pueblo revolucionario. Poco a poco fueron tomando forma los personajes principales y los hilos que los unirían: Lore -y el ex mercenario Nahuel-, su primo Agus, su tío Jacinto, su abuela Pilar, Jaco y todos los jóvenes de la fábrica abandonada, Fabi… Muchos de fragmentos surgieron en los años siguientes, en Buenos Aires. A veces no era más que una idea vaga: situaré este pasaje que se me ha ocurrido en la fábrica, este otro en la selva, este otro… veré luego dónde. Para cuando empecé la novela tenía muchas páginas acumuladas, y la mayoría de los pasajes encontraron su lugar de forma bastante espontánea. Y, mientras tanto, en el otro ciclo paralelo también aparecieron las conexiones y los gestos hacia el nuevo ciclo, tanto en Bioklik como en Bahiketa, así como en el de literatura juvenil Katuak jandakoa que ha salido un poco antes que Esan gabe doa. Estaba listo el engranaje para separar y al mismo tiempo unir esa carretera de doble carril, tampoco faltan los juegos, ni entre novelas ni dentro del propio libro.

Así, mientras alimentaba el proyecto tuve la sensación de que sería una novela clave en mi carrera literaria y fue difícil equilibrar la paciencia y la ansiedad. En aquellos tiempos empezó a mostrarse clara una idea en mi mente, sobre todo en los viajes entre Buenos Aires y Bilbao, al coger aviones. Nunca he tenido miedo a volar, pero en cada vuelo se me pasa por la cabeza que se puede caer el avión y yo morir en él. Nunca ha sido una gran preocupación, pero en lo sucesivo, me venía esa idea y me decía: «No, no puedes morir hasta que escribas y publiques este libro». Lo he escrito, terminado, se publicará ahora, siento que realmente es mi mejor libro, el más completo, el más importante… ¿Significa eso que ahora puedo morir tranquilo? ¡Claro que no! ¡Esto es una trilogía! El segundo libro también está acabado, pero no el tercero, y sé que también es importante para mí; cada vez tengo más ganas de abordarlo y también es fundamental cerrar algunos hilos que se abren aquí y seguir construyendo mi Askayala.

Y como no solo es el comienzo de una trilogía, sino de un ciclo entero, vienen en camino otras novelas que, aunque sean ajenas a la trilogía, serán del mismo ciclo. ¡Ojalá Askayala tenga una larga vida!


Fragmento para lectura

Fabián Malyan se quedó mirando el polvo sobre el tocadiscos con el trapo en la mano. No podía ganar aquella guerra. Sentía que a aquella capa de polvo quedaban adheridos los recuerdos que iban abandonando la cabeza de Pilar Yrizar. Eso es todo lo que había en aquel piso: recuerdos para recordar cuántas cosas olvidaba la mujer que debía conservarlos. Sin embargo, nada traían ya a la memoria de aquella mujer, sino a la del joven que la cuidaba, a Fabián Malyan; a Fabi, para los amigos. Al pasar el trapo por el tocadiscos, pensó por un momento en cuántos años de memorias había juntado, para esparcirlos después, al agitar el trapo desde la ventana, por el barrio que Pilar Yrizar conoció hacía mucho tiempo. Un barrio que Pilar Yrizar no reconocía más, aunque el barrio aún la conocía a ella. Y es que en diez años la fisonomía de las calles había cambiado más que las almas que habitaban en ellas. O incluso las propias almas sabían de esa metamorfosis, pues la revolución había transformado a todos sus habitantes.

La revolución también cambió al padre de Fabián Malyan. De ser el capitán de la Metropolitana que aún dudaba si merecía la pena vestir el uniforme, en un segundo don Mauricio Malyan pasó a ser un ex-funcionario que el viento revolucionario dejara cadáver sobre la acera. No lo mató la revolución misma, no; como se ha dicho, lo mató el viento revolucionario. En concreto, una teja desprendida del tejado por una fuerte ráfaga de viento sobre la cabeza del padre de Fabi. El día anterior justamente le preguntaba un Fabi de catorce años −entre el musgo bajo su nariz y el acné que la rodeaba, aquel niño no conseguía decidir cuál de los regalos de la adolescencia odiaba más- por qué no hacía como otros muchos agentes de su comisaría; es decir, por qué no colgaba el uniforme y se pasaba al otro lado de la barricada. En efecto, el capitán Mauricio Malyan le había confesado una vez, poco después de la matanza de la octava ciudad, que en adelante su uniforme sería motivo de vergüenza, y hasta le reconocía que cuando las calles empezaron a llenarse de gente indignada sabía tenían ciertamente muchos motivos para indignarse. Pero daba la impresión de que cierto acontecimiento había dejado para siempre al capitán pegado a su uniforme, como un lagarto demasiado perezoso para mudar de piel; y es que, dos años ante,s su mujer, Aurelia Valtierra, se había fugado con un cadete veinte años menor que su marido. Tal vez aquella fue precisamente la última reflexión de Mauricio Malyan antes de que aquella teja dejara su cerebro vacío de todo pensamiento: <<¿ por qué vivo todavía dentro de este uniforme?>>. Huelga decir que el pobre Mauricio se fue sin pronunciar su último pensamiento, cualquiera que fuese.

Así que el Fabi de catorce años, hijo de Mauricio, nunca sabría lo que su padre tenía en aquel momento en la cabeza, más allá de la teja; en cambio, pasados los años, cuando la revolución tenía bastante avanzado el cambio de fisonomía del barrio, recordó que en su misma calle vivía una anciana que Mauricio apreciaba, y que hacía mucho tiempo que no la había visto por ninguna parte. Había oído decir que el hijo de Pilar Yrizar, el célebre empresario Jacinto Orbegozo, había huido de la revolución a Costa Alegre, llevando consigo a su hijo Agustín, y que la hija de la anciana, Aitana Orbegozo, había vuelto con su marido al pueblo costero de Sakau, a Bermeo. Decían que allí, en Bermeo, comenzó la andadura de los Orbegozo en el nuevo mundo, y que tenían aún en el pueblo la casita que habían dejado sus antepasados y que usaban para sus vacaciones. Fabi había olvidado el nombre del marido de Aitana, pero recordaba el de su hija: Lorena Aubia. Ella era el principal motivo para conocer este tipo de detalles sobre los Orbegozo. También ella, Lore, había abandonado el barrio hacía tiempo, pero Fabi no había olvidado los sueños húmedos que aquella joven alimentara a sus catorce años.

Más allá de sueños y humedades, de pronto se le ocurrió que doña Pilar Yrizar debía estar sola. También dudó si estaría viva y, más que por la idea que él tuviera de esa señora desagradable, decidió visitarla en honor a la memoria de su padre muerto por aquel golpe de teja. Nunca había comprendido por qué el capitán Mauricio Malyan apreciaba a la viuda Pilar Yrizar. No quería hacerse una idea equivocada, porque era una idea terrible, absolutamente antiestética, imaginar a su padre y a aquella anciana juntos en pelotas. Como fuera, realizó aquella visita, y desde entonces empezó a acudir a diario a ese piso a cuidar de la insoportable Pilar Yrizar, a la que encontró en acuciante necesidad, pues prefería morir antes que pedir ayuda a nadie que hubiera participado en la revolución. Solo permitía a la vecina Marga entrar en casa y prestarle algún auxilio. Al ver a Fabi en la puerta, sin embargo, la vieja recordó que se trataba del hijo de Mauricio Malyan, pues aún era capaz de recordar tales cosas. Hijo, por tanto, de un hombre de orden, que debió quedarse en Xixen por fidelidad a la patria. Fabi nunca le dio cuenta del final no especialmente heroico de su padre. La fogosa imaginación de la mujer lo veía subido a una barricada y disparando a bribones facciosos. Que lo imagianra así, si eso facilitaba a Fabi cuidar de Pilar. Lo que de por sí no era nada fácil, por otra parte. Mucho menos, desde que empezara a llamarle Jacinto en lugar de Fabi. Jacinto Orbegozo, todas las «o»s bien redondeadas y subrayadas, cuando le venía a pedir cuentas, es decir, casi siempre. Porque tenía claro que en ese Orbegozo se escondía la culpa de todo lo que aquella mujer despreciaba, la incurable debilidad genética que había traído consigo el apellido del difunto padre de Jacinto.

También le llamó Patxi una vez, y pudo entrever una especie de súplica en los ojos de la anciana al pronunciar ese nombre. Durante un instante se sintió testigo de una antigua intimidad silenciada, y esperó incómodo a que cesara el murmullo de Pilar. Se le ocurrió si habría visto ante sí a un marido al que la mayoría de las veces solo recordaba para deplorarlo. No había oído esa palabra antes, Patxi; pero comprendió que se trataba de un nombre cuando adivinó en esas dos sílabas una dulzura desconocida en aquella mujer, tan inquieta como emocionada. Patxi debía de ser un hombre desconocido de aspecto dulce que había visto en unas fotos.

Fabi pensó lo irónico que resultaba caminar entre recuerdos que la persona que debía guardarlos había olvidado. Tomó una foto enmarcada sobre la mesa, más que para poder quitar el polvo del mueble, para volver a ver a Lore. En esa imagen se trataba de un bebé rodeado por toda la familia. Quién sabe con qué motivo sacaron aquel retrato familiar. ¿Las bodas de plata de Pilar y del difunto marido? Un día preguntó al fin a Marga por el marido de Pilar, y ella le aclaró que se llamaba Francisco. Marga tampoco había escuchado nunca el nombre de Patxi, y eso aumentó su sensación de haber violado la privacidad de Pilar. Estaban todos muy elegantes en la foto, a las puertas de un restaurante aún más señorial, en un jardín apacible. Aquella señora, Pilar, no dudaba en calificar de vulgar el haber transformado, no sólo algunos jardines del barrio, sino también plazas y algunas calles, en huertos. ¿La burguesía de Xixen convertida en campesina? ¡Por el amor de Dios! Y si hubiera sabido, según Fabi había escuchado, que en aquellos nuevos planes urbanísticos había intervenido la arquitecta Lorena Aubia… Antes de marcharse a vigilar la selva, ni qué decir tiene. Porque Fabi debía reconocer que había seguido informándose sobre Lore incluso después de que dejara el barrio, al menos en parte.

No, de salir alguna vez a la calle -pues se había prometido que hasta que fracasara la revolución y volviera el orden no volvería a hacerlo-, Pilar no reconocería el barrio. Le bastaba con lo que veía por la ventana para tensar sus manos con rabia; algo que hacía a menudo, por otra parte, pues se trataba de uno de los principales pasatiempos de la mujer mirar por ella. Detrás de la cortina, claro, porque el barrio no era digno de verla a ella. Quizá, quitando a los tres o cuatro vecinos que además de Marga hacían turnos para vigilar a la vieja, el barrio tampoco reconociera a Pilar. Mejor así. Y mejor olvidar los esfuerzos que hicieron falta para introducir en aquella casa a las pocas personas que en un principio se mostraron dispuestas a ayudar. ¡No faltaba, desde luego, gente mayor que se había adaptado más fácil y mejor que aquella vieja pretenciosa a la nueva mentalidad de cuidados a través del trabajo vecinal!

Dejó la foto en la mesa, después de quitar el polvo y antes de que se le pusiera dura mirando a Lore; no por ver a ese bebé, claro está, sino condicionado por las imágenes adolescentes que comenzaban a brotar. La paz volvió a sus pantalones cuando vio a Agustín en otra foto cercana. Agus. Ambos estaban en la misma escuela, en los tiempos en que la escuela era un lugar físico cerrado. Escuela privada de la compañía de Jesús. Fue decisión de su madre enviar a Fabi a un colegio católico, pues antes de huir con aquel cadete había sido una mujer muy devota, que siempre tomaba en consideración las indicaciones de la Iglesia de Roma. La madre de Fabi coincidía en eso con Pilar, en un país donde la religión no despertaba pasiones especialmente ardientes. Su padre, el capitán Mauricio Maylan, no era católico. Se trataba un cristiano armenio no muy practicante y, apegado a la idiosincrasia sakauina, no estaba para entrar en conflictos religiosos.