Editorial: Lauburu
Año: 2.024
N° de páginas: 97
(Puedes pedirlo aquí: edlauburu@gmail.com)
*Puedes dejar abajo tu opinión o comentarios.
Esta novela es la traducción al castellano de la obra original en euskera Bahiketa, publicada por Txalaparta en 2.020. La traduje en Bermeo en 2021 y mis buenos amigos Juan Pablo y Alfonsina me ayudaron con las correcciones.
De nuevo el diseño de portada para la versión en castellano corre a cargo del artista catalán Lluís Ràfols.
En el periódico La Hoz de Buenos Aires están impacientes, porque no llega el artículo de Matxin. Ni el artículo, ni el propio Matxin. Al darse cuenta de que no hay noticias de él, saltan las alarmas de Edu, su íntimo amigo; cuando huyó de Euskal Herria, fue Matxin quien lo acompañó a Argentina. La cabeza de Edu trabaja acelerada, pues no son pocos los peligros: ¿habrá secuestrado la ultra-derecha a su amigo, o los servicios secretos? Pero, ¿los de dónde? ¿O habrá decidido volver a Euskal Herria, sin decirle nada? Miedos, fantasmas, mala conciencia, delirios… que no desaparecen una vez surgidos, y que juntos comienzan a bailar dentro de Edu, en una loca espiral entre su lugar de residencia y el de su origen, el pasado y el presente, la realidad y la fantasía. Hasta no saberse quién o qué ha estado secuestrado.
Marzo de 2012. Tras pasar año y medio en Euskal Herria, estoy de vuelta en Latinoamérica. En Argentina por segunda vez. Calor asfixiante en cuanto salimos del aeropuerto. Esta vez nuestras amistades Jorge y Gladys nos dan alojamiento a Vane y a mí, en Ramos Mejía, hasta encontrar un piso de alquiler en capital. No es ejercicio fácil pagar un piso en Buenos Aires. Siendo extranjeres, solo hacen contratos temporarios, pisos para turistas, los precios más caros, en dólares, y basándose en el dolar blue para pasarlos a pesos, muy por encima de la cotización oficial. Ha marchado Vane a Chile a visitar a su familia, y ahí estoy yo, en la casa de Jorge y Gladys: una casa de dos pisos, con jardín trasero, una pequeña pieza arreglada para nosotres arriba, por las mañanas la consulta de Gladys convertida en mi oficina para traducir y escribir, la familia gatuna (¿eran cinco?) dueña y señora, tanto dentro de casa como en el jardín. En mi horario de trabajo, solo el gato «Foris» tiene permitido quedarse a mi lado en la oficina. Él es el único que no mea en los retratos de Freud. Sí, estoy en casa de psicólogues. No parece estadísticamente tan difícil en el entorno de Buenos Aires.
Horas para explorar la ciudad después de comer, mientras busco piso; conciertos, el local antifascista La Cultura del Barrio, la biblioteca anarquista José Ingenieros, el Salón Pueyrredón, pequeña Meca del punk…, y charlas interminables y sesiones gastronómicas con Jorge, cuando estoy en casa. Y en uno de esos atardeceres, sobre la mesa del jardín un porro entero para mí y, a mitad del viaje, comida china salvadora. Quizá no es la mejor idea fumar marihuana entre un matrimonio de psicólogues. Sobre todo si eses psicólogues son Jorge y Gladys, y entre elles utilizan su peculiar y críptico lenguaje. Entra la cabeza en bucle, comienza el asalto de sospechas paranoicas, y solo soy capaz de seguir el hilo y balbucear algo cuando el tren que me llega invertido se ordena. Subo al dormitorio, por fin, sintiendo que han transcurrido cinco horas. Al día siguiente, al encontrarme con el fantasma, descubro que no fueron más que cuarenta minutos. El fantasma es Jorge, que realiza saqueos nocturnos al frigorífico. En mi cerebro todas las piezas están en orden, cada cual en su lugar. Sigo leyendo El libro negro de Orham Pamuk. Y ahí, sin pedir permiso, comienza a urdirse una novela en mi mente, mientras en mi interior arraiga la intención de no repetir otra experiencia como esa.
¿Podía resultar de ahí una novela corriente? Difícil.
Estaba entonces terminando Los buenos no usan paraguas, y después, cuando Vane regresó de Chile, recuperados el ordenador y los discos duros que la Fiscalía chilena había mantenido secuestrados, instalades ya en el primer departamento que tendríamos en capital, en la avenida Honorio Pueyrredón de Villa Crespo, pude recuperar Bioklik, y reemprender un proyecto comenzado hacía mucho. Le tocaba esperar al nuevo proyecto. Mientras, la ciudad me regalaría material abundante para ambientar la historia.
En 2016, terminado Bioklik y aún en Buenos Aires, por fin me metí de lleno en el proyecto comenzado en Ramos Mejía, y lo terminé en Bermeo, en 2018, tras regresar en 2017 a Euskal Herria. Sin Vane esta vez, pero acompañado por los gatos argentinos Liki y Newen. ¿Cómo no iban a tener protagonismo los felinos? Ya habían aparecido esos animales en algunos libros anteriores. Un gato blanqui-rojo era el único testigo del diálogo de la primera página de mi primera novela, Hamaika ispilu ganbil, y en la novela Gezurra odoletan Vero también tenía un amigo pegajoso y peludo: Pepi. Pero era inevitable que esta vez los gatos cobraran otro protagonismo. Los he amado desde niño, ¡pero tuve que esperar hasta 2014 para tener uno por compañero! Llegado precisamente de Ramos Mejía, de la casa de mis amigues. No hace falta pensar mucho para adivinar quién me inspiró el nombre.
No es el libro al que más le ha tocado esperar, y aquí está, por fin. No sé si se parecerá al padre. Por si acaso, la culpa es de Orham Pamuk y de la marihuana.
(Debo agradecer a Edorta Jimenez por leerlo y darme generosamente su opinión).
Fragmento para lectura
Edu mira al anciano que tiene delante, lejos de Tigre y de la casa de Daguerre que jamás ha pisado, incapaz de hallar sentido a sus palabras. ¿Pero qué dice del alquiler? ¿Por qué baja tan despacio el ascensor? ¿Bajan o suben? De pronto Edu no puede alejar su mirada de los dientes del anciano. Fumador, bebedor de café, bebedor de vino, las tres cosas juntas… ¿Puede conocerse a una persona fijándose en sus dientes? ¿Qué vivencias se ocultan entre esos huecos que lanzan eses silbantes y saliva como balas perdidas? ¿Serían las piezas que en otro tiempo llenaran esos huecos tan amarillas…, bueno, tan marrones… como las otras antes de perderlas para siempre? Cuántas veces había perdido Edu sus dientes en sueños… Comienza a bailar uno, lo mece con la lengua y ahí se suelta de pronto, y otro tras él, y otro más, y pronto está masticando dientes entre las encías desnudas. Eso le da miedo a Edu, pero parece que para ese abuelo es más terrible el alza del alquiler que perder la dentadura. Es difícil, cada vez más, conseguir en Buenos Aires un piso que se pueda pagar.
―Es la única opción que tenemos, ustedes verán. No es la suite de un hotel de cinco estrellas, pero poniéndolo un poco prolijo se puede vivir. No puedo dejárselo más barato, les bajé el precio porque vienen recomendados por Cuervo, pero vos sabés, si lo bajo más pierdo plata. El barrio es lindo, tranquilo, y está bien comunicado.
―Bueno, solo es el comienzo, no podemos vivir más tiempo pidiendo refugio.
―Si tú lo ves bien, adelante, nos las arreglaremos.
Pero conocía bien a Matxin y leía el miedo en su rostro. Ahí tiene a su amigo, estudiando el terreno. Toma el sofá roto que hay contra una pared y lo coloca bajo la ventana a empujones. El piso de los tiempos de Donostia no era una suite del hotel Sheraton, pero era habitable. Por otro lado, no le corresponde a un anarquista empezar a quejarse por las condiciones de vida, como cualquier pequeño burgués. Aceptará cualquier cueva, se mostrará dispuesto a bajar al nivel de las clases más oprimidas, antes que sugerir que ellos merezcan algo mejor. Sin embargo, Edu está seguro de que, igual que él, ya ha empezado a darse cuenta de que en Euskal Herria eran privilegiados de clase media jugando a ser revolucionarios. A tomar la medida a ese privilegio que han dejado atrás. Y están muy lejos –ambos lo saben perfectamente– de vivir en una villa, en los barrios más pobres y abandonados, desposeídos de todo.
—No es el lugar más cómodo para tumbarse, pero aquí echado puedo leer sin quedarme ciego, igual. Con el permiso de las cortinas, claro…
Inmediatamente se echó en el sofá, como si quisiera cerciorarse de lo que acababa de decir. Ese era el precio de la libertad.
—Me trae a la mente la literatura romántica. Bueno, más que la literatura romántica en sí, los escritores de esa época. No es difícil imaginarse en un sitio así a Rimbaud o alguno de esos. Claro que tú preferirás pensar que estás en el piso de mierda que consiguió Marx en Londres. Por desgracia, yo soy tu única familia y no sé si ese Piolín podrá hacer de Engels, para financiarte un poco. Pero bueno, es el precio de la libertad, ¿no? El precio de tu libertad, sobre todo.
―Quieres decir de los dos.
—Bueno, de los dos… pero la tuya sobre todo –le concedió, igual que se hace caso a un niño, sugiriéndole que no se le da toda la razón.
Y ahí se quedó, tumbado en aquel sofá que alguien olvidó tirar a la basura. Y, de alguna manera, parecía feliz, como si en esa tumba abandonada hubiera hallado todo un mundo literario. El precio de la libertad, al parecer. Se suponía que ambos tenían a los servicios de inteligencia españoles pisándoles los talones. Que consideraban a ambos autores de una acción. ¿O sabría Matxin la verdad? No, de haber sabido la verdad no le habría seguido hasta allí. ¿Tendría también su amigo algún motivo para querer largarse de Euskal Herria? No podía admitir que la amistad de su compañero pudiera estar dispuesta a llegar hasta un sacrificio así, en caso de que hubiera estado enterado. No quería.
―Hostal Rimbaud. No, Hostal Wilde, mucho más adecuado para nosotros, ¿no? Sería fácil situar un texto de Oscar Wilde en este ambiente. No te digo que me han entrado ganas hasta de encender cerillas.
—Tío, te confundes con Andersen.
Como siempre, a Matxin le daba igual haberse equivocado, nunca le dio importancia a la exactitud de los datos históricos. Y helo ahí, en los brazos de un cadáver. Siempre le ha gustado actuar, crear a su alrededor un personaje e introducirse en su piel. Dejar mañana esa piel y envolverse en otra. Esa misma actitud era una actuación, una representación contra el carácter dogmático. Una vacuna, en sus palabras. Elogiamos demasiado el yo, como si en cada uno de nosotros hubiera algo totalmente especial y extraordinario. Y lo hay, pero no tiene tanta importancia como para vivir para siempre adherido a ello. Las palabras de Matxin eran totalmente de chicle. Era fácil que los dientes quedaran pegados en ellas, podían inflarse, y normalmente él mismo se encargaba de explotar el globo antes de que se hiciera demasiado grande. Y qué flexibles eran las palabras de Matxin. Podían estirarse, acortarse, expandirse, redondearse. Y, aun así, en ese chicle entraba también una posición contraria al relativismo postmoderno. Las palabras sirven para fortalecer las mandíbulas, puedes hacer malabares con ellas también, pero las palabras son eso, palabras, no son tuyas, caben en la boca de cualquiera, pero las mandíbulas sí, son tuyas, y las usas para buscar los límites de las palabras. Y, de pronto, comenzó a usar el chicle para crear otra imagen.
—Tío, no te das cuenta del valor de las palabras. Nuestros pensamientos no llegan a su plenitud hasta que los ponemos en palabras. Piensa, cuando decimos que tenemos una palabra en la punta de la lengua. Ahí andamos a la caza de un concepto resbaladizo, parece que conocemos la idea, pero, ¿cuál es la única arma que tenemos para atrapar esa idea? ¿La bala expresamente preparada para ella? La palabra. Y al final, hasta que apuntamos bien y le pegamos con esa palabra, no tenemos forma de coger esa idea en las manos y sentir todo su peso.
—Colega, vas a conseguir que me pierda en tus palabras. No te sigo.
—Cuando nombramos las ideas, los conceptos, somos capaces de usarlos con comodidad. Nos amigamos con la idea cuando la derribamos con una palabra-bala. Entonces podemos encadenarla con otras ideas derribadas con palabras, para formar los mensajes que queremos. Necesitamos las palabras hasta para entendernos a nosotros mismos. Incluso cuando estamos callados, la mente no calla, es una charlatana incansable. Y utiliza palabras para comunicarse consigo misma.
—No es tu mente la única charlatana, la ostia.
—Al menos yo no sé pensar más que a través de diálogos. Nunca estoy solo, siempre tengo un interlocutor en la cabeza. Puedes ser tú, puede ser ama, puede ser un amante que no he visto los últimos cinco años…; pero para entender mis ideas, tengo que ponerlas en palabras. Y para ponerlas en palabras, necesito un interlocutor.
—¿Y dejas a tu interlocutor hablar alguna vez?
Pero en esas ocasiones Matxin solo se escuchaba a sí mismo, al parecer:
—Me vienen a la mente los anarquistas individualistas que imaginan individuos sin sociedad. ¡Habrá alguna abstracción metafísica más grande! ¡Los individuos sin sociedad no son siquiera humanos! Además, muchos de ellos están enamorados de la ciencia. ¿Qué es la ciencia, sino un puro resultado de la sociedad? ¿Puede hacerse ciencia sin palabras? ¿Puede pensarse sin palabras? ¿Somos humanos si no tenemos pensamiento? ¿Y qué son las palabras, que es el lenguaje, sino fruto de la sociedad y la herramienta que hace posible la propia sociedad? Si entiendes eso, entenderás por qué escribo.
—Si entiendo eso, dices bien.
—A ver. Si quiero ver las ideas que hay en mi mente, primero tengo que convertirlas en palabras. Y qué mejor para ver claras ante mí las ideas derribadas por palabras que ponerlas en papel. Pero, por otro lado, eso es también un grave error: las ideas derribadas por palabras y recogidas en papel son mariposas disecadas, ideas muertas. En la mente las mariposas pueden estar enjauladas, pero aunque las derribes con palabras, están vivas, vuelan, a pesar de que se golpeen contra los barrotes de hueso. Esas ideas voladoras tienen la oportunidad de juntarse de millones de maneras.
—El escritor y sus metáforas –interrumpió Edu de nuevo–, ahora el tximeleta reggae.
—Escucha, gilipollas, no me cortes la inspiración. Al llevar esas tximeleta reggae al papel, las tenemos listas para la disección, podemos verlas en detalle, sí, pero están muertas, no se moverán más. Y pasado el tiempo, nos daremos cuenta de que esas mariposas disecadas están en un orden inadecuado, que las clavamos unidas a compañeras equivocadas. Como les sucede a las teorías científicas. Son el reflejo de un nosotros disecado. Y puede ser terrorífico encontrar inesperadamente nuestros cadáveres disecados en un papel. Si entiendes eso, entenderás por qué una vez que te paso mis artículos no me preocupo de releerlos cuando se publican.
Estoy salvado, se le ocurrió a Edu al escuchar esto último.
—No quiero verlos clavados en una postura concreta e inamovible. Prefiero disecar un nuevo yo. Y ahí viene otro artículo. Ese es el valor de la palabra, y esa misma la necesidad y la tragedia de escribir.
—Tío, escucharte a ti es una tragedia. ¿Todo esto para decir qué?
—Ya voy, joder. He empezado diciendo que las palabras son como chicles, y si disecaras en un papel todo lo que acabo de decir, verías que no hay ninguna contradicción, que hay una coherencia absoluta. Y, además, igual que se fortalecen las mandíbulas jugando con chicle, jugando con las palabras, y con las ideas que nombran, se fortalecen otras mandíbulas dentro del cráneo, las neuronas.
—¿Fortalecer las neuronas? Vas a hacer guacamole con mis ideas.
—Entonces voy bien, que es sano y rico –dijo Matxin antes de reírse–. ¿Qué son las neuronas, pues, sino mandíbulas para masticar ideas? Da igual si quien convierte esas ideas en cuento es Andersen, Wilde o Matxin. Hace tiempo que las ideas se mastican de cerebro en cerebro, nuestros aportes les añaden poco, y somos nosotros los principales beneficiarios, o nuestras neuronas. Por eso, es pura vanidad reivindicar la propiedad intelectual.
—Vaya, ya aparece por fin tu puerto; ya decía yo, esperando cuándo empezarías a cuestionar la propiedad.