La mentira en la sangre

tapa-tren-en-movimientoEditorial: Tren en Movimiento

Año: 2.016

N° de páginas: 219

*Puedes dejar abajo tu opinión o comentarios.

Esta novela es la traducción al castellano de la obra original en euskera Gezurra odoletan, publicada por Txalaparta en 2.011.

De nuevo el diseño de portada para la versión en castellano corre a cargo del artista catalán Lluís Ràfols.

Jon parte de Euskal Herria a Temuco para encontrarse con la joven Vero, a quien ha conocido por internet. Casi de manera inadvertida, mediante los amigos anarquistas de la joven, comienza a adentrarse en la lucha que los mapuches ejercen a favor de sus tierras, e ingenuamente, escribe todas sus dudas, creencias y preguntas en un blog. No es consciente de que el poder chileno está tejiendo toda una red de ambición y represión en su contra, pero cuando él caiga, también caerán las mentiras del poder.

Esta novela guarda una gran similitud tanto en apariencia como en esencia con el montaje policial chileno que sufrió Asel Luzarraga en 2009. Las mentiras que padeció entonces han llevado al escritor a contar las verdades de estos personajes.


Editorial: LOM Ediciones

Año: 2.017

N° de páginas: 179

El joven vasco Jon Gorriti busca darle un giro importante a su vida cuando, con este nuevo nombre, toma rumbo a Temuco, ciudad que para él, hasta ese momento, no era más que un lejano punto al sur del mundo.

La realidad en aquel territorio es inestable y turbulenta. Al arribo del joven Gorriti, la tensión acumulada por la lucha secular del pueblo mapuche parece a punto de estallar. Él no quedará indiferente.

En medio de esta convulsión se encontrará con Vero, una de las razones de tan largo viaje. También con sus nuevos compañeros okupas, jóvenes anarquistas que asumen con decisión temeraria la defensa de las aspiraciones del pueblo mapuche.

Como uno más de aquellos combatientes, Jon vivirá experiencias de enorme aprendizaje: la formación política, el crimen, el amor al límite, la violencia y la mentira; pero, sobre todo, se transformará en un chivo expiatorio de una maquinación muy bien pensada que lo hará, inevitablemente, enfrentar sus miedos y sus más profundas contradicciones.

La mentira en la sangre es una novela ruda y valiente, muy actual y de gran contingencia; una novela que ha sido capaz de poner un dedo en una herida crónica de nuestra sociedad.


La mentira en la sangre, la sexta novela que he escrito y publicado, estaba en realidad llamada a ser la séptima. Y seguramente hubiera sido muy diferente si hubiera podido terminar el proyecto que me rondaba por la cabeza. No en vano, en 2.009, me encontraba escribiendo el proyecto de novela Bioklik que aún estoy terminando, cuando el gobierno de Chile decidió hacerme cambiar de planes. Ese año, cuando unos meses antes llegaba por primera vez a la Araucanía, había empezado a pensar que tenía que escribir una novela en la que reflejara su situación. Mi intención era vivir allí varios años, sin un plazo, y de mientras documentarme. Quería saber más sobre el pueblo mapuche, conocer poco a poco su modo de vida, costumbres, organización, filosofía…, estudiar las conexiones entre el movimiento anarquista local y la lucha del pueblo mapuche, profundizar en la brutal represión que unos y otros sufren… Y mientras durante unos años recababa datos y encontraba un ropaje adecuado para vestir todo aquello, terminar Bioklik y publicarla.

Sin embargo, hubo que acelerar el proceso forzosamente cuando Carabineros de Chile me detuvo y comenzó a planear sobre mí el peligro de ser expulsado de la Araucanía. Así pues, comencé en la cárcel de Temuco a dar forma al primer borrador de la novela, y cuando el hogar de Padre las Casas se me convirtió también en prisión, comencé a escribir el proyecto. Por su puesto, lo vivido tuvo influencia a la hora de desarrollar los hilos principales de la historia. No podría profundizar tanto como deseaba en el conocimiento del pueblo mapuche, pero aquellos carabineros, fiscales, medios de comunicación y jueces me regalaron un montón de información de primera mano que nunca hubiera imaginado conseguir. Lo más peliagudo, diferenciar claramente a los personajes principales, Bittor-Jon y Vero, de mí y de mi compañera Vane. Por eso, puse atención especial para que, aunque algunas de las situaciones que elles iban a vivir en la novela se parecieran a las vividas por nosotres, la historia personal de cada cual, su personalidad, características y la mayoría de pasajes vividos juntes tuvieran la menor relación posible con los nuestros. Aún así, soy plenamente consciente de que la tentación del lector de  relacionarlos con nosotres y de tomar como hechos reales lo que es pura fantasía va a seguir ahí. Saber eso también condicionó en buena medida la forma de contar algunas cosas. Con otros personajes y situaciones no había ese problema, y pude crearlos con total libertad. Así, seguramente los que más interesantes de crear y trabajar me resultaron fueron el joven anarquista mapuche Hugo y el fiscal Omar Moya. Debo confesar que disfruté especialmente metiéndome en la piel del fiscal. Imaginar el mundo del enemigo, su visión del mundo, sus relaciones familiares, sus fortalezas, debilidades, dudas, metas… fue para mí una de las experiencias literarias más interesantes. Y Hugo me llevó por sendas que no esperaba, ya que con frecuencia son los propios personajes los que toman el timón de su historia y los que te conducen por direcciones inesperadas.

Detrás de otros personajes, como hago a menudo, escondí algunas personas reales o con similitudes con ellas. Pero uno se volvió especialmente simbólico: Rober. Quién me iba a decir, cuando lo creé, que algunos meses más tarde conocería a una persona con notables similitudes con él… Sí, de nuevo, la ficción tomaba la delantera a la realidad.

Recuerdo bien que, mientras escribía La mentira en la sangre, leí algunos libros de Mario Benedetti, entre otros, la novela Gracias por el fuego. Y lo recuerdo bien, porque tuvo mucha influencia al escribir algunos pasajes. Algunos libros tienen la capacidad de transportarte a otros mundos, y eso suele ser bello, pero los que más amo me llevan la mente continuamente a la obra que tengo entre manos, las ganas de escribir me quema mientras los leo, irremediablemente tengo que dejar lo que estoy leyendo y tomar mi novela, y el libro de Benedetti fue un auténtico combustible para encender el fuego de la literatura. Gracias, sí, Mario, por el fuego. No fue el único combustible, pero sí uno de los más eficaces.

Antes de empezar a escribir la novela, tuve la ocasión de hablar con la poeta mapuche Rayen Kvyeh, cuando vino a visitarme a mi casa-prisión, y le comenté sobre el proyecto. A ella le pareció muy interesante que uno de los protagonistas fuera un joven mapuche punk y anarquista, también la importancia que quería dar a los sueños. También pude aprender algunas cosas a través de su poesía. Y finalmente, los sueños de Hugo pasaron, de ser un recurso literario más, a convertirse en uno de los ejes de la novela, más allá de lo que había pensado. Y, por otro lado, aquellas charlas influyeron también en el choque que reflejé a través de Hugo entre la ciudad y el campo. Aquellas charlas, y el libro de Félix Rodrigo Mora Crisis y utopía en el s. XXI que conseguí en aquellos momentos por correo.

Por otro lado, al hilo de lo que en esos tiempos me estaba tocando vivir, la comunicación adquirió un peso fundamental en mi día a día. Así, azuzado por mi amigo bermeano Dabid Martinez, abrí una cuenta de Twitter y, siguiendo su sugerencia, comencé un experimento literario: cada vez que avanzara algo en la novela enviaría un tweet sobre las sensaciones dejadas por lo que hubiera escrito. La intención no era dar datos sobre la historia, sino reflejar las ideas, sentimientos, influencias, dudas… surgidas al escribir. No he guardado esos tweets, pero si Twitter no los borra con el paso de los años, ahí deben estar, en algún lado. Tal vez algún dia tendría que echar una mirada a ver que escribía durante aquellos momentos…

El proyecto lo comencé en Temuco, y finalmente lo terminé en Mundaka, en 2.011, si mal no recuerdo, y ese mismo año lo publiqué. Otras anécdotas relacionadas a él me las guardo para mí.


Fragmento para lectura

Antes de volver a la okupa, camina solitario por la ciudad. Ya no la ve como antes, aunque Temuco no haya tenido el menor cambio. De pronto, ante sus ojos se muestra una verdad nueva: es la ciudad uno de los mayores atentados contra la naturaleza y contra la propia humanidad. Un artificial parque temático para robar a la naturaleza el ser humano, y junto al ser humano también su alma. Aún así, pese a hacer todo el esfuerzo posible, la ciudad no podía ocultar su total dependencia del campo. En las farolas, en los cegadores anuncios de los brillantes centros comerciales, en los colectivos y micros, en los cada vez más numerosos uniformes de los pacos, en el asfalto y en los ladrillos no crecían ni paltas, ni tomates, ni maíz, ni cilantro, ni comino, ni piñones… A la sombra de sus tristes calles no podían vivir ni vacas, ni chanchos, ni gallinas, ni caballos… Temuco no era más que el resumen del suicidio promovido por una civilización ignorante. Un sueño imposible. Las carreteras que en nombre del progreso cortan el vientre de mapu ñuke, la madre tierra, en infinitas direcciones no unen esos sueños imposibles; separan los presos que almacenan en su interior, cada cual en su distopía individual. Siente la asfixia, pero esta vez no provocada por el irrespirable humo de esas micros que dificultan el paso unas a otras, sino por la propia ciudad.

Quizá recuperar también las ciudades para el pueblo mapuche no sea más que regalar la victoria total a la colonización. El mapuche pertenece a la tierra. La ciudad es la negación de la tierra. Por tanto, el mapuche no puede pertenecer a la ciudad sin negar la tierra. La cuestión no consiste en dirigirse a la ciudad, sino en recuperar también la ciudad para el campo. De pronto lo ve claramente, y se sorprende de no haberlo percibido antes. Eso precisamente significa recuperar la ciudad para los mapuche: devolver la ciudad a la tierra. ¿No le escuchó algo similar a Rayen? Seguramente sí, y no es sorprendente, a menudo la mente de las mujeres avanza por delante de la de los hombres, más aún en lo que respecta a entender el lenguaje de la tierra, la tierra misma. En los actos, sin embargo, los hombres desprecian el aporte de las mujeres y consideran su propia ley, su propia fuerza el único camino. Emma Goldman acude a la mente de Hugo. Y cuántas Louise Michel, Emma Goldman y Rosa Luxemburgo anónimas, acalladas, heroicas no habrán habido en todos los focos revolucionarios, aunque a la historia solo pasaran los nombres de los hombres.

En un semáforo una discusión llega a sus oídos. Las voces entran en el cerebro de Hugo sin querer, sin pedir permiso. Tres voces, concretamente, dos de hombre, de mujer la tercera. Escucha menciones al socialismo, al comunismo y al anarquismo. Mira hacia atrás. Son vendedores callejeros. Sobre el puesto de venta se apilan ordenados como soldados de un ejército calcetines, paraguas, guantes, boxers y calzones, cada fila vigila bien su espacio. Ni tan mal, si la misión de los auténticos ejércitos fuera tan útil y carente de peligro como el de esos objetos. Junto al puesto están las tres personas que discuten vivamente. Está claro que es una conversación entre colegas. Aunque la discusión sea fogosa, se nota claramente que es un rito repetido con frecuencia, que al terminar cada cual mantendrá su opinión y que las diferencias de criterio no pondrán en riesgo la unión entre los tres. Uno de ellos, una maleza blanca-grisácea dueña y señora de la mitad de su rostro, se apoya sobre un gran escaparate, bajo un apretado gorro de lana. Tan apasionado como sonriente. Al hablar, frota sus manos y, de tanto en tanto, sopla en la pequeño nido formado entre ambas. Viendo el gesto, a Hugo también se le hace más presente el frío húmedo que las últimas semanas ha penetrado hasta los huesos de Temuco. La mujer permanece con los brazos cruzados, mirándolo incisivamente. De vez en cuando, tiene que separar uno de los brazos para buscar en el bolsillo de su chomba roja el pañuelo y sonarse la nariz. El otro hombre es de los tres el más flaco y alto y, de vez en cuando, mira a sus dos amigos más reflexionando que preocupado. Por la forma de chupar el cigarro, se diría que cada calada le ayuda a interiorizar las palabras que escucha. Su profunda mirada y los pliegues curtidos de su piel indican que ha pasado por muchas guerras. Por esas pequeñas guerras que trae la vida, las únicas que merecen la pena. Hugo no puede evitar internarse en esas palabras que al principio parecían caóticas. El barbón desmenuza varias teorías, pero su discurso desprende un halo de ironía. La mujer no se muestra pusilánime para replicar o mostrar su desacuerdo, ni para subrayar algunas palabras cuando coincide en algo. El hombre largo y delgado sólo hace sombra a sus colegas por la altura. En cuanto a las palabras, sobre todo escucha, muestra dudas, pero, de tanto en tanto, saca apreciaciones afiladas que la clavan. Hugo sonríe para sí. Le cuesta darse cuenta de que el semáforo ya está verde, y al encaminarse hacia el otro lado, lo hace con algo de pena. La gente piensa que los vendedores callejeros son simples ignorantes, vagos, gente marginal. Tendrían que escuchar a esos tres. En una cotidiana charla entre ellos hay mayor agudeza que en todas las vacías y podridas conversaciones de todos esos no-humanos bien vestidos que llenan Paris, Hites o Fallabella, incluso en los momentos más inspirados de esos no-humanos. Últimamente el rumor anda por todas partes: el alcalde ultraconservador Becker quiere sacar de la calle a todos esos vendedores. Según parece, su aspecto no casa con la excelsa estética que el mandatario quiere para Temuco. Ese prepotente parece desear una ciudad turística. ¿Temuco turístico? ¿Dónde viste algo así, hueón? Así que, mejor dejar cesantes a un montón de personas que trabajan honradamente, a que sean un “obstáculo” en las aceras. Ésa es la razón oficial. A Hugo, y a las pocas personas que en Temuco aún no han perdido la costumbre de usar la cabeza, no se les escapa el verdadero motivo. El gran terrateniente Bequer quiere la ciudad para sus compañeros de negocio. Para los Paris, Hites, Gejman, Santa Isabel y compañía. Y, claro, esos vendedores que dan a las calles auténtica vida y color comen el negocio –un pequeño bocado, a decir verdad- a esos empresarios que nunca tienen suficiente. Por desgracia, si se tomó la decisión de sacarlos de las calles, no habrá fuerza capaz de evitarlo. Pronto en todos los fieles medios de comunicación comenzará la campaña contra la venta callejera, en todas las pantallas se escucharan las quejas de ejemplares y selectos ciudadanos… Y gracias a esa tan arraigada costumbre en este pueblo culiao de que cada cual se mire a su ombligo y dé la espalda a los problemas ajenos, esos pobres diablos no tendrán posibilidad alguna para conseguir la solidaridad de nadie. Seguramente, los voceros del poder conseguirán poner en contra también a los vendedores de la feria, por una supuesta competencia desleal. Y así se van comiendo todos los espacios, adueñándose de nuestra vida, porque todas las luchas se tienen que dar en solitario, porque cada cual solamente cuida de su propia paz y de su propio bienestar miserable. Hugo piensa que sería hermoso, en lugar de seguir a su piloto automático, al menos un día detenerse a discutir con esos tres vendedores, aprender algo de ellos, porque considera también suya la lucha que pronto tendrán que enfrentar. Qué tristes serían las grises calles de Temuco si desapareciera el arco-iris que forman sus puestos. En la ciudad el único aspecto de huerta lo ponen las bananas, repollos, tomates, piñones, paltas, naranjas, limones, cilantros, perejiles y acelgas de sus mesas y cajas. Siempre están dispuestos para sacarte de un apuro; siempre a mano, a precios para cualquier bolsillo, el paraguas, los guantes, el gorro, las gafas de sol…, cualquier cosa que necesites. La ciudad, sin embargo, es una gigantesca medusa y no tiene piedad con aquellos que sus tentáculos alcanzan a tocar. En esta historia no hay un Chapulín Colorado al que dirigirle el lastimero “¡ay, y ahora quién podrá defenderme!”.

Leyó por segunda vez el informe 2665/2009. No guardaba sorpresas. Cada letra era el eco de una anterior, un sentimiento de déjà vu. Los caracteres negros formaban la fotografía fija de un ordenado hormiguero. Igual para la vista a la fotografía de cualquier otro hormiguero. En las municiones y otros objetos hallados a los comuneros ni rastro de huellas dactilares. Sí las había, en cambio, en los aperos, como en las hachas, azadas, en una motosierra, en el bidón de gasolina encontrado con ella… Aún así, no era un gran problema. De momento, ni una palabra sobre ese informe. Hasta cerrar la investigación tenían tiempo. Faltaban los análisis químicos. Seguramente, ellos sí, darían algún resultado que se pudiera relacionar con pólvora o algún otro material para explosivos. Cualquier información puede usarse a favor o en contra, la cuestión es el momento en que se da a conocer, el tono y el modo. Hasta ahora todo va bien. Han ganado todas las audiencias para revisar las medidas cautelares, y bien ganadas. Los testimonios sin rostro dejan poco terreno a la defensa para moverse. También hay que reconocer a los medios la labor realizada. El trabajo de fiscal tenía algo de montaña rusa, pero invertida. Las subidas eran rápidas, generadoras de adrenalina y pasajeras, las bajadas lentas, repetitivas y aburridas. Aún así, después de recorrer la misma montaña rusa infinitas veces, las subidas ya no eran tan rápidas, ni tan generadoras de adrenalina, aunque mantenían su fugacidad, y las bajadas continuaban con su enervante lentitud. Tenía que confesarlo: se encontraba inmerso en una de esas bajadas largas y anestesiantes. Al menos, en lo tocante al caso de los diez comuneros. En el pulso de los medios de comunicación, el brazo de las organizaciones pro derechos humanos iba debilitándose, hacia la mesa. Las quejas del Observatorio Ciudadano no producían mayor efecto que el zumbido monótono de un moscón perezoso, aunque fueran molestas. Las picaduras que de vez en cuando lanzaba Tomás Mosciatti desde Radio Bío-Bío resultaban más retóricas que eficaces. ¿Habría perdido el gusto por el trabajo de fiscal? No, seguramente todas las pegas tienen su punto rutinario. ¿Que sería, de no ser fiscal? La dialéctica de las audiencias y de los juicios aún lo enciende, más incluso que cualquier droga. Era tiempo de subirse a otra montaña rusa, para alternar sus subidones con las amodorrantes bajadas del caso de los diez comuneros.

Agarró el teléfono adecuado y marcó el número. De nuevo le daban vuelta en la cabeza las presiones que habían llegado nuevamente, debido a la explosión sucedida unos días antes en una farmacia y, sobre todo, a su eco mediático. En su mente todo empieza a moverse más rápido, se va perfilando el camino a seguir. Una sola cuestión le produce un instante de duda: ese Walter que lo mira con ternura desde la foto. Antes de dar tiempo a que se inquiete su conciencia, le llega una voz del otro lado.

-Roberto, te quiero en el piso al oscurecer.



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