La ecología pro-sistema y la huella humana y social

No cabe duda de que en las últimas décadas el ecologismo ha tenido una gran influencia en la evolución del sistema mundial en que vivimos. El propio sistema ha hecho suyo el discurso ecologista, desde hace tiempo -mucho antes que la mayoría de nosotrxs-, y lo ha insertado en el capitalismo verde y en el seno de las políticas ecologistas de Estado. Así, por ejemplo, en Europa, todxs hemos aprendido a tirar el papel y el cartón en el contenedor azul, el vidrio en el verde, los envases en el amarillo, y en Euskal Herriak, a llevar los aparatos eléctricos que se nos estropean al Garbigune. Nuestras casas se han llenado de bombillas de bajo consumo y muchxs de nosotrxs vamos de compras con nuestras bolsas y mochilas, para consumir menos plástico y, de esta manera, menos petróleo. Y los últimos años hemos aprendido que los productos cercanos dejan menor huella hídrica, y hemos empezado a alimentar el negocio de la agricultura ecológica, al dársenos la oportunidad de elegir productos de mejor calidad al alcance de la elite económica que conformamos. Greenpeace nos ha convencido de que hay que salvar a las ballenas, y en lo más íntimo hemos interiorizado que la tierra tiene límites y que a nuestro demencial ritmo de consumo las vamos a pasar canutas muy pronto. Al impulso de la acuciante necesidad que se nos ha dibujado en los mapas mentales, han comenzado a proliferar los grupos de decrecimiento y las ciudades en transición.

Como he dicho, los primeros en asimilar el discurso del ecologismo han sido gobiernos y empresas. Pero ha sucedido como con la paz. Hoy día, gracias al adcotrinamiento universal de la escuela, todxs lxs niñxs son capaces de posicionarse contra la guerra… sin cuestionar los propios ejércitos. De hecho, el aparente pacifismo escolar tiene una función concreta, y ésta no es, precisamente, tocar en nada el pilar de los Estados, es decir, el ejército. Lo mismo sucede con el ecologismo imperante. Tiene un objetivo principal: hacer durar los recursos naturales que existen en el mundo, para que, al menos mientras nosotrxs vivamos, no se vuelvan excesivamente escasos, sin hacer mella en las bases del sistema -la explotación humana generalizada y el ininterrumpido beneficio económico de unxs pocxs-. Tal ecologismo ha necesitado dejar una única especie fuera de sus preocupaciones: la humana misma.

Así, últimamente, en el norte global muchxs de nosotrxs hemos aprendido qué son las huellas hídrica y ecológica que los productos que consumimos dejan, y lxs más progres, quienes junto con la ecología más se preocupan del bienestar, tomarán muy en cuenta -a veces- qué huella hídrica y ecológica dejan aquello que van a comprar, para elegir bien en su tienda solidaria favorita. Pero tal y como sucede con el Estado del Bienestar, el ecologismo nos oculta la dimensión humana. Y es que, tanto cuando defendemos el Estado del Bienestar, como cuando aplicamos la conciencia ecológica a nuestro consumo, el aliciente fundamental es el egoísmo, aunque lo ocultemos tras bellas palabras. ¿Dónde ha quedado, por el contrario, la ecología humana?

También Eduardo Galeano sigue, en general, el mismo discurso progre de apariencia radical, y como muchxs izquierdistas, más que el sistema en su conjunto, le preocupa la forma en que se gestiona, pero aún así, de vez en cuando llega a conclusiones adecuadas. Así, por ejemplo, en el libro Las venas abiertas de América Latina, explica con mucha claridad una realidad incuestionable: en ciertas zonas geográficas las riquezas ofrecidas por la naturaleza se han convertido en la condena y la fuente de miseria y hambre de los grupos humanos que las habitan. No en vano, los productos que consumimos, igual que dejan una huella hídrica, dejan también huellas humanas y sociales. ¿Por qué no medimos estas últimas? Porque, al fin y al cabo, los recursos naturales son escasos y su escasez puede poner en riesgo “bienestar” -en el sentido que la actual doctrina dominante da a tal término-, y, por el contrario, existen tantos recursos humanos como se quieran; aún más, ya hemos aprendido bien que en esta pequeña tierra somos demasiados seres humanos -aunque los pueblos más superpoblados no estén precisamente en el sur global, en contra de lo que se nos enseña- y, por tanto, las cosas que suceden lejos que se queden lejos, si gracias a ello, cada mañana, puedo tomarme mi café con azúcar.

Sin embargo, ¿qué sucedería si tomáramos en cuenta las huellas humana y social? Que nos daríamos cuenta, como bien explica Eduardo Galeano en el mismo libro -aunque a menudo a ese hecho le dé una muy dudosa interpretación-, de que en algunos países, para que en nuestros hogares no falten café, té, cacao, tabaco, arroz, maíz, azúcar, plátano…, sus habitantes se mueren de hambre, porque no ha quedado tierra donde plantar los productos autóctonos de los que se alimentaban, porque las tierras son cada vez más áridas y pobres -gracias a los avances de la agroindustria del norte global-, y porque, además, la mayoría de las tierras han quedado en manos de unxs pocxs latifundistas -de origen europeo, que deciden en función de los intereses de sus bolsillos a qué producto dedicarse de esos que el norte global demanda-. Nos daríamos cuenta, asimismo, de que todas esas cosas se producen bajo la esclavitud en las cantidades que se producen, que para que lxs esclavxs se porten bien los grupos militares y paramilitares entrenados por la CIA asesinan anualmente miles de campesinxs e indígenas -en Argentina hay latifundistas que utilizan otras técnicas, como encerrar a lxs hijxs de lxs campesinxs en agujeros en la tierra durante todo el día, para que no creen problemas y sus progenitorxs trabajen todo lo necesario, formales-. Nos daríamos cuenta, en definitiva, de que el precio humano de una tacita de café es tantas vidas humanas, y el precio social la destrucción, desestructuración, aculturación, empobrecimiento, proletarización y arrinconamiento en los suburbios de las megalópolis de comunidades enteras, para que si no las mata la droga que tan barata se vende se maten a tiros entre ellas -el negocio de la seguridad y de las cárceles también necesita alimentar su discurso-. No sentiríamos igual de cómodos nuestros pies en nuestras nuevas Nike cosidas en los talleres de Taiwan, India o Argentina por miles de niñxs esclavxs.

Temerosxs de que se agote el petróleo, de no poder seguir alimentando nuestro exorbitante consumo de energía -la mayoría la devoran las industrias y, por tanto, los pequeños esfuerzos que hacemos en nuestros hogares tienen resultados ínfimos-, y de que tengamos que despedirnos de nuestra comodidad, tal vez, fomentaremos los vehículos eléctricos, o alimentados por hidrógeno o biodiesel; siguiendo fieles al capitalismo verde, seremos ciudadanxs ejemplares. Pero, ¿qué ocurriría si de nuevo nos fijáramos en las huellas humana y social? Que nuestro alborozo ecológico se iría a la mierda de nuevo. En cuanto a la primera opción, la electricidad no surge de la nada; todavía, mucha de ella proviene de minerales fósiles, y a falta de ellos, el discurso del capitalismo verde nos ha querido vender la energía nuclear una vez más -iba bien la cosa hasta que sucedió lo de Fukushima-, mientras los gigantes molinos invaden nuestros montes. Si nos centramos en los minerales fósiles -también si miramos al origen de los materiales necesarios para construir los molinos y los paneles solares-, dejando a un lado la enorme contaminación que generan para producir energía, tendríamos que introducirnos en el desagradable mundo de la minería, terreno resbaladizo, que nos lleva directos a la sangrante realidad que posibilitó el capitalismo europeo. Si pensamos en cuántos millones de indígenas devoraron las minas de plata y de oro para que Europa hiciera su acumulación de capital originaria, además de corroborar las palabras de Proudhon -que la propiedad es el robo-, tendremos que hacernos una incómoda pregunta: ¿cuántas vidas devoran las minas actuales, sobre todo las localizadas en el sur global? ¡Uy, cuidado! Si empezamos a medir las huellas humana y social de los minerales tal vez nos surjan grandes dudas a la hora de comprar nuestro próximo iPod, iPad, iPed y iCarly, puesto que el nuevo oro está entre los minerales necesarios para fabricar ésos y nuestros imprescindibles ordenadores, la penúltima condena de muchos países empobrecidos. Por otro lado, nos preocupamos por la huella hídrica y… ¿no parece algo contradictorio utilizar vehículos a hidrógeno -agua-? Claro, la Patagonia tiene reservas de agua “inagotables”… De modo que nos queda el biodiesel. Utilicemos aceite vegetal en los autobuses de nuestra ciudad…, sin plantearnos que para lograrlo la colza esta tragando una hectárea tras otra en Latinoamérica, junto con la soja, repitiendo el mismo holocausto humano y social que antes causaron el café, el tabaco, el azúcar, el cacao… -y, con la colaboración de las semillas transgénicas, multiplicando los problemas -.

Si seguimos por la misma peligrosa senda, además de las huellas humana y social de los productos que compramos, tendremos que medir también las de nuestros Estados. El cálculo no es difícil. Midamos los recursos naturales de un Estado, los que ofrece su tierra; midamos los productos que produce con dichos recursos naturales; midamos su riqueza económica, el nivel de vida medio; midamos los consumos tomados de otros pueblos -energía, alimentos, equipos electrónicos y las materias primas necesarias para ellos, ropa, papel…, todo lo que se quiera-. Si al nivel de riqueza y niveles de consumo que tiene le extraemos lo que produce por sus propios recursos, obtendremos el nivel de explotación y saqueo exterior necesario para mantener ese nivel de vida -a ello habría que sumar los niveles de explotación y saqueo internos, claro, pero los países del norte global han trasladado los niveles más crueles de explotación al sur, para garantizar en sus fronteras una cierta paz social-. En definitiva, podremos también medir las huellas humana y social que ese Estado deja en el exterior para sostener su nivel de riqueza. Desde luego, en los Estados del sur global tendremos un nivel negativo, ya que las mayores huellas humanas y sociales las mantienen dentro de sus fronteras. Pero a tales Estados tampoco les preocupa, puesto que son los propios Estados, es decir, las elites locales armadas y organizadas, los primeros en alimentarse directamente de esas huellas humanas y sociales, los que las posibilitan y las garantizan, y cuando la población comienza a dar problemas en seguida aparecen sus hermanos mayores prestos a dar la ayuda militar requerida, en un tipo de simbiosis muy particular.

Visto esto, se me hace muy curioso que entre progres ensalcen tanto a Suecia, Noruega, Finlandia… Ahí queda patente la cola de paja de la socialdemocracia. Para algunxs -especialmente para lxs izquierdistas-, es un problema exclusivamente de gestión. Se está viendo claro en la crisis actual. España, Grecia, Italia… se las ven y se las desean. Al parecer, porque los Estados no están bien gestionados, porque prima el neoliberalismo. Prueba de ello son los países del norte de Europa. En ellos domina la socialdemocracia, y la crisis no los ha golpeado en la misma medida, están saliendo bien de ella, el Estado es grande, el nivel de bienestar aún mayor, todxs pagan escrupulosamente sus impuestos… En ese discurso patético lo más hilarante es un tema formal, en primer lugar: algunxs de esxs izquierdistas y progres, con la reivindicación de la República como estandarte -¡viva la República! acaba de proclamar el ayuntamiento de Ondarroa-, de pronto, en una especie de amnesia colectiva, han olvidado que, así como Italia y Grecia son Repúblicas, Noruega y Suecia son Monarquías -sí, claro, monarquías socialdemócratas…-. Pero volviendo a lo que estamos analizando, ¿en qué se asienta ese ejemplar bienestar de Noruega, Finlandia y Suecia? Estudiemos en qué son ricas las tierras escandinavas, esas tierras gélidas que pasan medio año en la oscuridad, qué producen a partir de sus propios recursos, comparémoslo con lo que consumen -por ejemplo, con el consumo de energía que necesitan para enfrentar los crudos inviernos-, sigamos al origen de las materias primas que consumen…, y nos daremos cuenta de qué huellas humana y social deja el Estado del Bienestar de esos ejemplares pueblos socialdemócratas. ¿Será casualidad que sean también ellos los más ecologistas?

Mientras la ecología no tome también en cuenta la ecología humana, tan solo será otro parche más necesario para los Estados y el capitalismo, tal y como hoy es, subordinada a los intereses egoístas del norte global. Y la solución no está en los productos de quienes como Oxfam reivindican el comercio justo, aunque lxs campesinxs que los produzcan estén mejor remuneradxs, puesto que las huellas humana y social siguen presentes, puesto que siguen la misma lógica de mercado: ciertos países, en lugar de producir aquello que sus habitantes necesitan para alimentarse y sobrevivir, producirán ininterrumpidamente las materias primas que nuestros ricos mercados exigen. La ecología humana es peligrosa, por tanto, porque nos recuerda que nuestro bienestar se basa en la destrucción total de sociedades lejanas -también de la nuestra, sobre todo desde el siglo XIX a esta parte-, y en la condena diaria a la esclavitud o, si son afortunadas, a muerte de millones de personas. La ecología humana es incompatible con capitalismos o Estados verdes. Si queremos considerar la ecología en su totalidad, es decir, siendo los seres humanos también elementos básicos, debemos trabajar por erradicar a un tiempo los intereses de Estado -los intrafronterizos así como los geopolíticos y geoestratégicos- y los intereses de mercado, osea, los Estados y el capitalismo, más allá de comprar botes con etiqueta ecológica y medir las huellas hídrica y ecológica de nuestros consumos.

(6-5-2012)

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