Esta mañana he oído demasiadas veces la palabra respeto en boca de diverses politiques y contertulies, al hilo de la última sentencia contra les jóvenes de Altsasu. Por suerte, porque soy muy inocente, quizá, entiendo que es una mera palabra, una especie de letanía, estribillo o mantra; que esas personas se sienten obligadas a usar ese término. Las sentencias, cumplir suele haber que cumplirlas, porque el Estado posee el monopolio de la violencia, y no sentimos fuerzas para hacerle frente, pero el respeto es otra cosa, consideración, y no merecen algo así ni los jueces, ni su sentencia, ni el propio Estado (ni en este caso, ni nunca, como ya explicaba ampliamente en un libro, pero en este caso especialmente). Quizá ganamos algo cada vez que expresamos en alto nuestra falta de respeto. Y seguramente expresamos demasiadas pocas veces esa falta de respeto. Por eso difícilmente conseguiremos nunca fuerzas para pasar del no respeto a la verdadera desobediencia, menos aún para crear nuestro propio mundo (las pocas personas que lo intentan reciben antes o después la ayuda del imperio, y si no preguntad en Rojava). Agacharemos la cabeza y seguiremos repitiendo «lo respeto», aunque esa frase no sea más que el disfraz de nuestra impotencia.