Hace tiempo que vengo dando vueltas a este artículo, al menos desde el año pasado, cuando empecé a entender con más claridad que lo que vivimos hoy no es más que el último capítulo de una guerra iniciada hace miles de años. El último capítulo, porque el presente es siempre eso, el último capítulo; pero también porque nos jugamos la posibilidad de ser nosotros mismos el último capítulo de la historia humana que conocemos. Al menos, esa es la idea de algunos, y nos la quieren vender como la antesala de un salto evolutivo guiado, por primera vez, por los propios seres humanos.
Son muchas las ideas que me dan vueltas en la cabeza, pero no quiero, como Bakunin, convertir en libro lo que desea ser un sencillo artículo, por lo que voy a hacer un esfuerzo especial para resumir el preámbulo y llegar al meollo. Entraré lo antes posible en lo que pretende ser el núcleo de esto, porque en realidad tan solo estamos inmersos en el resultado dialéctico lógico y racional de un camino iniciado hace miles de años. Seguramente, algo que nunca tuvimos en mente ni los actores principales ni los de segunda, tercera o cuarta fila que hemos participado en esa larga historia. Nuestros objetivos, tanto individuales como colectivos, se convierten con frecuencia en contra-objetivos, como bien explicó Sartre.
No sé si se puede conocer exactamente cuándo y dónde arrancó lo que voy a llamar revolución patriarcal. Probablemente ha tenido varios inicios históricos y geográficos, ha tomado diferentes caminos, y se ha extendido de diversas maneras. Abordaré nuestra historia geográfica más cercana, la europea, y ahí sí que se puede saber más o menos que en nuestro continente comenzaron a sentirse las consecuencias de esa revolución patriarcal hace unos 6000 años, y no de forma pacífica, en tiempos en los que las primeras oleadas indoeuropeas empezaron a subyugar la vasta y sorprendente cultura originaria que se nos ha negado y ocultado. Como últimos vestigios de esa cultura original se pueden considerar la lengua que ha llegado hasta nosotros -el euskera- y las creencias medio borradas y difuminadas que conocemos bajo el nombre de mitología, entre otros. Desde entonces, esa unas veces sangrienta y otras silenciosa larga guerra se ha transformado a menudo en una guerra simbólica, y así debe entenderse, probablemente, la leyenda que en otra geografía y realidad cultural se difundió bajo el nombre actual de Torah o Nuevo Testamento. Entrar en ella y desgranar las consecuencias, conflictos, matanzas… que ello ha supuesto en el devenir de nuestra cultura europea sería demasiado largo y superaría las aspiraciones de este sencillo artículo. Quien quiera investigarlo más a fondo tiene a su alcance la imponente obra de la arqueóloga de origen lituano Marija Gimbutas (cuyas teorías más acabadas se hallan en el libro Las Diosas vivientes), o las profundas obras de Guillermo Piquero, especialmente Mitologías salvajes y En el vientre de Mari. Por desgracia, parece que John Zerzan no supo de sus hallazgos, pero tampoco es ocioso leer su obra. Las citadas, sin embargo, contribuyen a poner en su lugar en esa guerra simbólica la propaganda historicida del programa Una historia de Vasconia que ETB ha difundido incansablemente y la manipulación histórica de Alberto Santana, entre otras. Y es que, como hemos dicho, la guerra que nuestra cultura matri-focal empezó a padecer en nuestro continente hace 6000 nunca ha terminado del todo. Sus últimas llamas siguen encendidas. Afortunadamente, habrá que decir.
Como para llegar a nuestros tiempos hay que dar un gran salto, y con el fin de comprender mejor la inquietud que hace tiempo llena mi mente, expondré brevemente las principales características de aquello que he llamado revolución patriarcal para llegar a lo que aquí me interesa. Aquella revolución supuso un cambio radical en la forma de entender la naturaleza, el ser humano y la cultura. Para desarticular una cultura pacífica basada en el equilibrio entre los sexos, o lo que es lo mismo, entre las energías macho y hembra -como así lo demuestran la arqueología y la antropología, desmintiendo rotundamente al humano violento y violador de las cavernas inventado por los mitos de la modernidad-, por razones oscuras al menos para mí -habría sido más de una y deberíamos conocer la dialéctica interna de la sociedad en la que se produjo para poder comprenderlas-, el primer objetivo fue seguramente erosionar el prestigio que las mujeres tenían en aquellas comunidades, pero ese prestigio de la mujer estaba inevitablemente ligado a toda la naturaleza. La revolución patriarcal, pues, en su camino por anteponer la masculinidad a la feminidad, tuvo que arremeter poco a poco contra la conexión entre el ser humano y la naturaleza, en un proceso largo y probablemente pleno de tensión, contradicciones e idas y venidas. Erosionar el prestigio de la mujer exigía, entre otras cosas, cortar los lazos con la luna. Luna, mes, menstruación… Trece lunas llenas, trece meses, trece lunas, ciclos de 28 días, conectados al ciclo de la mujer, que da 364 días al año sin grandes cálculos matemáticos, bastante exacto y que se corregía espontáneamente, pues al fin y al cabo no hay más que seguir los ciclos de la naturaleza para que nuestro calendario sea realmente exacto. Luna llena, luna menguante, luna nueva, luna creciente, solsticios, equinoccios… ¿Hace falta una referencia más segura para seguir la trayectoria del planeta que nos ha creado? Como explica explícitamente el pensador judío del siglo XII Moseh ben Maimon, también conocido como Maimónides, en su obra Guía de los perplejos, para liberar la religión de la naturaleza, para situarla por encima de ella, para situar al dios inventado por la sociedad patriarcal fuera y por encima de ella, había que demonizar el simbólico número trece, someter el calendario a la arbitrariedad humana, cortar el hilo que une a los seres humanos con la luna para luchar contra los falsos cultos. Luego se vestirían las verdaderas razones bajo ropajes científicos y matemáticos, ejercicio que no resultó nada fácil.
Como investigó Barandiaran, se puede decir que las creencias vascas -y, por tanto, las de toda la Europa antigua- eran panteístas -o sería más exacto decir ateístas, pues aquellas energías que se adoraban simbólicamente hasta la llegada de los indoeuropeos, en nuestro caso Mari y Sugaar, por así decirlo, no eran divinas en absoluto, sino energías vitales existentes en toda la naturaleza y en el ser humano-. Es decir, la naturaleza era el todo, una pieza dentro de ella el ser humano. El humano no vivía en la naturaleza, era naturaleza. Se respetaba y se adoraba la vida por encima de todo -y, en la medida en que la vida lo requiere, también el sexo, la carne, el placer, la vitalidad, y la muerte como parte de la vida, la correspondiente a la luna nueva, la época de transformación para regresar a la naturaleza-. De la mano de las oleadas indoeuropeas, sin embargo, se impuso otra visión y fue el cristianismo el que le dio la forma más acabada. Basada en la Torah judía, los hombres heredarían la tierra, la harían suya, domarían la naturaleza, para mayor gloria del dios patriarcal. El último golpe lo asestó San Pablo, según ha estudiado meticulosamente Michel Onfray: su repugnancia por su propio cuerpo enfermizo se convirtió en repugnancia por el cuerpo humano en general, por la carne, por nuestra biología, repugnancia convertida en base de la doctrina católica. El sexo para traer bebés no era, pues, más que un mal que había que aceptar. Pero la perfección consistía para su doctrina en renunciar por completo a traer nuevos humanos y, por tanto, al sexo, a la carne. La cosa no ha cambiado tanto en las últimas décadas.
Comenzó la decadencia de la fe cristiana en nuestro occidente, pero no para cambiar de camino, sino para ahondar en ese odio a la naturaleza. A esa nueva vuelta de tuerca se la ha llamado Ilustración, Era de la Razón. Dejemos poco a poco de lado al dios externo al universo, no lo necesitamos, porque el verdadero dios somos nosotros mismos, los humanos. Somos nosotros los que, a través de nuestras habilidades y de nuestra inteligencia incomparable, tenemos el poder de vencer a la naturaleza y diseñar a nuestro antojo nuestro propio destino. Desde entonces se subió a la Cultura al altar, convertiéndola en un instrumento no solo para superar la naturaleza, sino para dirigirla.
Voy dando algún salto, y vosotros llenaréis los huecos si queréis, porque hemos llegado a la última parada de ese proceso: la feminidad bajo la masculinidad, el ser humano -humano macho y humano hembra cada vez más masculinizado- elevado sobre todas las especies, la cultura dominando la naturaleza, entramos de lleno en el último paso: el momento en que la tecnología abate a la biología. No es otra la conductora actual de la cultura occidental que mucha gente probablemente ni siquiera ha escuchado nombrar y que hará de la Tecnociencia una nueva religión viable: el Transhumanismo. Porque la ciencia misma no ofrece la principal promesa que las religiones patriarcales nos hicieran, la que despierta mayor fascinación: no aceptar la muerte como parte de la vida, y vencerla a ella también. El fin de la historia. La parresía. Para ello hace falta una fe que nos prometa trascendencia, y eso es fundamentalmente el Transhumanismo.
El Transhumanismo es la cima del pensamiento posmoderno y, como es habitual en el posmodernismo, es un grito anti-revolucionario totalitario y autoritario disfrazado de revolución, radicalidad, feminismo, ecología, igualdad, libertad… El paraíso prometido por el proyecto tecno-capitalista. La última estafa. Su fundamento es simple, como las religiones precisan, y su promesa debe ponernos al alcance de la mano la parresía prometida durante milenios por la cultura judeo-cristiana. Pero no en un mundo espiritual imaginario, sino en este planeta material llamado Tierra, ahora y mientras vivamos. Básicamente, el camino de la evolución quedó cortado con la aparición del hombre según el Transhumanismo. La naturaleza está llena de errores -ese es el concepto clave inherente inexorablemente a ese prefijo «trans»: la naturaleza yerra, tú eres tal vez el resultado erróneo de la naturaleza, pero tranquilo, la tecnología está aquí para corregir el error que la naturaleza ha cometido en ti…, si tu bolsillo puede pagarla y estás dispuesto a asumir las consecuencias de por vida-, no hay ningún conductor extramundano, pero nosotros tenemos el instrumento para reparar los defectos de la naturaleza: la inteligencia. Es más, pronto seremos capaces de demostrar que podemos superar esa inteligencia biológica que nos ha dado la naturaleza, ayudados por la tecnología: la Inteligencia Artificial. Según el Transhumanismo, utilizando la ciencia y la tecnología, seremos capaces de diseñar a los seres humanos con racionalidad, de superarlos para mejorarlos. Nuestra conciencia, nuestra inteligencia, es -según ellos, por supuesto- como un software. Nuestro cuerpo como una máquina. Las máquinas ya realizan varios trabajos mejor que nuestros cuerpos. Pronto, la inteligencia artificial trabajará mejor que nuestra inteligencia natural. Y como todo lo que encierra nuestro cerebro equivale a un software y nuestro cuerpo a un hardware con sus periféricos, ¿por qué no volcar todo eso a una máquina más perfecta que no tiene las debilidades de nuestra biología? ¿Por qué no conseguir, tecnología mediante, la vida eterna? Ahí nuestra parresía transhumanista.
Una teoría llena de lagunas, y no es la menor el hecho de que para llevar a cabo todo ese plan estén a punto de agotarse los recursos -energía y minerales, entre otros- que nos ofrece este planeta. Estando en el punto en que estamos, a lo sumo, una minoría selecta tendrá posibilidades de hacer una especie de fusión hombre-máquina y convertirse en transhumano. No empieces a hacer cálculos: tú no serás uno de ellos. Los demás…, no seremos más que eso: humanos. Con nuestras capacidades y potencialidades reducidas y mediocres. No necesitarás pensar mucho para darte cuenta del lugar que ocuparán los transhumanos en esa sociedad y del que ocuparemos tú y yo. Esa será, en el mejor de los casos, la igualdad prometida por el aterrador Manifiesto cíborg de Donna Haraway. Ella misma era bien consciente, y así lo confiesa en su libro, para justificar inmediatamente ese pequeño defecto bajo una tonelada de basura posmoderna.
Todo esto puede parecernos un futuro lejano, o el delirio de un loco -sí, hay delirios de locos trabajando en pos de ese mundo, pero no soy yo el loco-, pero lo tenemos en casa, y más cerca de lo que imaginamos. Es evidente que Netflix es el altavoz para la propaganda del Partido Demócrata de EEUU y que el Partido Demócrata es hoy la guía de todo el mundo -el Partido Republicano también cumple perfectamente su misión; entre otras cosas, convertir en caricatura toda aquella idea que se salga de su excelente plan, aunque en el fondo ambos partidos estén en perfecta sintonía-. Tal vez haya que dedicar más horas de las que a nuestra salud convienen para apercibirse mirando contenidos de Netflix, pero tampoco lleva tanto tiempo. Analizad, si os apetece, cómo van introduciendo la agenda transhumanista en sus series televisivas, con qué discurso, y seguramente no veréis gran diferencia con los contenidos y la propaganda institucional que hoy nos ofrece ETB. No es difícil ver que hace tiempo se decidió que será el inglés la lengua de todos en el futuro, por ejemplo. Tecnología y Ciencia -y Transhumanismo- hablan inglés. En España el fútbol también. Y en nuestra tierra la cesta punta. Y todo tipo de progreso. Cada vez con menos disfraces, por cierto. Pero también hace tiempo que se decidió que nuestro futuro es transhumanista. Haz un rápido repaso de la literatura de ciencia ficción que se ha publicado en euskera en los últimos cinco años y analiza qué libros se han promocionado y cuáles arrojado al basurero del olvido. Hacia dónde han querido orientar nuestros más altos intelectuales la visión que se debe dar de la ciencia, la tecnología y el futuro.
Analiza cómo se está impulsando la inteligencia artificial. Cómo nuestra lengua no puede perder el tren del futuro.
Y lo peor es que volveremos a encontrarnos con la maldita dialéctica de Sartre. Al fin y al cabo, nosotros mismos llevamos a cabo la historia cada día. Nosotros la empujamos tanto como ella nos empuja a nosotros. Nosotros corremos el riesgo de convertir nuestros objetivos en contra-objetivos. También yo me pregunto a menudo si la visión del mundo que promuevo cada día no allanará el camino contrario al que yo deseo. No es broma. Solo tengo una salida: revisar una y otra vez lo que hago y pienso, y tratar de ser coherente conmigo mismo. Dar lo mejor de mí. Si me equivoco, que no sea actuando contra mí mismo.
Volviendo a nuestro asunto, en todas partes se ve la fascinación por la inteligencia artificial y la gente juega con ella con entusiasmo, investigando hasta dónde puede llegar. Normal, por otra parte: la curiosidad es un rasgo inherente a los seres humanos, y hoy en día qué más fascinante que explorar hasta dónde nos puede llevar la tecnología. Porque la tecnología alimenta nuestro narcisismo humano constantemente, sin darnos cuenta de que probablemente se convertirá en su verdugo.
Así, cuando experimentamos con lo que la inteligencia artificial puede dar de sí en el arte, lo hacemos situándonos en el eje del sistema. El reto consiste en probar si se puede diferenciar lo que hace la máquina de lo que hace el ser humano. Miramos al resultado porque nos han situado en la cultura de los resultados. Perdemos de vista, sin embargo, lo más importante: el proceso. Porque lo que nos hace humanos no es el resultado de nuestras acciones, sino el camino que nos conduce a dichos resultados. Nuestras vivencias hasta la meta. Yo soy escritor y para mí escribir no es tener terminada una novela estupenda, sino cada paso dado para pensar, escribir, disfrutar con ella. Ese es el valor que tiene para mí escribir. Las dificultades que encuentro, los momentos en los que siento mi creatividad a borbotones, lo que comparto de esa emoción generada por la literatura con quienes me rodean… Cambia el eje a la máquina. No le ordenes que escriba un poema o una novela como tal o cual, no le pidas que haga una pintura como esa o aquella al estilo de no sé qué pintor, o que cree una sinfonía. Pregúntale: ¿Sobre qué te gustaría escribir? ¿Qué te gustaría contar al respecto? ¿Cómo quieres que influya en los demás? Después de hacer un poema que parece obra de un poeta humano, pregúntale: ¿Qué te ha dado el proceso de escribir ese poema? ¿Has disfrutado? ¿Qué has sacado de tu interior? ¿Qué te ha dado escribir eso? ¿Qué has querido dar a los demás? Quizá, si el programador ha inventado un algoritmo de la ostia, sea capaz de responder algo, de imitar los sentimientos humanos. Al fin y al cabo, para eso tiene a su disposición trillones de datos que nosotros le regalamos cada día. Quitemos esos datos que le regalamos y esa inteligencia artificial no es nada. Solo le quedará lo artificial al desnudo. Y disponer de esos trillones datos tiene su precio, que a la máquina le importa un bledo, que nosotros pagamos y, sobre todo, quienes no disfrutan ni disfrutarán de los beneficios de esa inteligencia artificial: habitaciones llenas de servidores que deben enfriarse sin interrupción, emitiendo toneladas y toneladas de CO2 cada segundo en todo el planeta, para que nosotros sintamos que esa máquina que tenemos delante es capaz de pensar.
Pero la agenda no acaba ahí, y aquí viene lo más terrible: entre las promesas del Transhumanismo aparece un futuro de inteligencias artificiales con conciencia. Serán capaces de sentir -nos dicen-. Máquinas que temerán morir. No parece claro qué interés puede haber en algo así, pero es hora de volver al punto de partida: la revolución patriarcal. Porque esa revolución trajo consigo, entre otras cosas, la esclavitud. Esa fue la base para extenderse por el mundo. Es decir, una cultura que considera a cada ser humano, no como su propio proyecto personal, sino como herramienta. Sea para cumplir el plan de Dios, sea el de los amos de los esclavos. Animales a disposición de la raza humana primero. Humanos a modo animales después. Una ideología que pretende equiparar las máquinas a los seres humanos. Es decir, que pretende equiparar al ser humano con las máquinas. Al fin y al cabo, si una máquina es capaz de imitar a los humanos en todo aquello que creemos que nos hace seres humanos, ¿cuál es la singularidad de los seres humanos? ¿Para qué necesitamos nuestra biología? ¿Cuál es el privilegio de la materia orgánica viva? Primero se degradó la feminidad, con ella la naturaleza, el ser humano mismo se halla ahora en el preámbulo del último capítulo de su degradación. Ya se ha emprendido el camino para que los humanos nos igualemos con nuestras mascotas. Ahora llega la hora de los derechos de las máquinas conscientes sensibles. Deshumanización humana.
Y para saber quiénes nos van a imponer esa agenda en nuestra realidad socio-política, solo tenéis que analizar el perfil de los políticos de todos nuestros partidos, de los candidatos para nuestras próximas elecciones.
Tenemos el Transhumanismo en casa, efectivamente. ¡Ojalá acertemos a permanecer humanos!