Poco a poco empezamos a superar la resaca de noche vieja. Parece que el año nuevo viene siempre cargado de promesas, aunque al llegar el siguiente año viejo pocas veces le pedimos cuentas. No puedo ocultar que el de este año tenía un sabor especial para mí, se han cumplido diez años desde que la policía chilena viniera a mi casa, colocara pruebas sobre mi armario, y me llevara preso. Una década. Se dice pronto y, a decir verdad, se pasa pronto, aunque ese espacio desde 2010 hasta 2020 esté lejos de encontrarse vacío.
Sin embargo, 2019 me ha dejado un regalito, que aún no he terminado de sacar del papel, un juguete con el que no sé bien qué hacer, que debería ser nuevo pero que llega un poco gastado por estos diez años. Pero ese regalo me ha servido para darme cuenta de cómo entiende la gente hechos así. No en vano, cuando en 2010 regresé de Chile a Euskal Herriak, mucha gente pensó que aquello era la victoria. No UNA victoria, sino LA victoria. Al parecer, en la cabeza de la gente los problemas de la persona que meten presa se han terminado, y terminado bien, el día que la sacan de la cárcel. Quizá por eso, no sé muy bien cómo sacar del papel ese regalito. ¿No había terminado todo bien aquel 2010?
Por desgracia, no. En 2010 el Estado chileno, por medio de sus bien educados jueces, me condenó. Es decir, a los ojos del mundo legal (que no justo), en adelante llevaría la marca de la culpabilidad, allá donde fuera. Y, además, tuve que abandonar Chile, y se me cerrarían para siempre las puertas a esa tierra. ¿Cómo explicar que lo que para mucha gente era una victoria solo significaba la derrota que más temía? En 2010 no deseaba regresar a Euskal Herriak. Mi abogado me tomó por loco cuando, después de conocer que había sido condenado, a la espera de cuál sería la última sentencia, en su casa, me preguntó qué preferiría yo. Nos era desconocida la pena que me impondrían, el fiscal pedía cinco años y, por tanto, existía el riesgo de volver pronto a la cárcel. Algo que para mí era más esperanza que riesgo: volver al talego. Para mí la cárcel era la única posibilidad de quedarme en Chile y tener a mi pareja de entonces, Vane, cerca. Así que, sobre mi cabeza planeaba el mayor miedo que había sentido desde que me encarcelaran, como un buitre hambriento.
Y así sucedió: me impusieron una pena menor que la cumplida, la dieron por saldada, y me esperaba la orden de expulsión de Chile. En Euskal Herriak me esperaban los aplausos y los vivas, parecía que habíamos conseguido algo. ¿Cómo hacer ver que había perdido, si estaba libre? Libre…, para huir de la tierra que había tomado por hogar. ¡Eso es libertad!
En 2019 me toco conocer otra consecuencia de todo eso. En 2017 había sucedido un anticipo, cuando quise volver de Buenos Aires a Euskal Herriak, pero en aquella ocasión fue corto y no le di importancia. En cambio, en febrero de 2019, lo que antes fueran 15 minutos se convirtieron en una hora. ¿De qué estoy hablando? De la fantasía que ha colocado rejas en este mundo: la frontera. Y de la representación burocrática de la frontera: la aduana. Una hora en la Oficina de Migraciones, sin grandes explicaciones, hasta que me dejaron pasar. Primero, tuve que informar a los agentes de dónde me alojaría (poniendo también a un amigo en el punto de mira), por dónde me movería, y en qué vuelo abandonaría Argentina. Esa es también mi libertad en Argentina. Raro, puesto que en ese país tengo residencia permanente, su papel plastificado. Ese que dicen que me otorga todos los derechos en Argentina. Pues eso son esos que llamamos derechos: paperechos. Que como nos los dan nos los pueden quitar. En eso consiste la universalidad de los derechos: cualquiera puede tenerlos, si posee la vía para conseguir los papeles adecuados. Llama a ese papel pasaporte, llámalo hipoteca, llámalo billete de 10 euros… Muéstrame el papel y te reconoceré el derecho que le corresponde. Hasta encaminarme al vuelo de vuelta no supe qué papel dificultaba mis posibilidades de movimiento: al parecer, un papel en el que Interpol apuntó mi nombre, y en adelante a ellos habrá que pedir permiso en cada aduana para que yo pueda seguir adelante o volver para atrás. Después de veinte minutos, una agente me recordaba que en 2010 perdí contra el Estado chileno.
En adelante, esta enorme prisión que nos rodea tendrá los barrotes algo mas apretados a mi alrededor. En cualquier caso, más amplios que los que guarda para otres, pues haber nacido en Euskal Herriak me da un paperecho de mayor calidad para tener un lugar en este mundo. Sabía que una habitación me había quedado cerrada, y sospechaba que delante se me cerrarían otras más, pero lo que era sospecha se tornaba certeza. Y no es el de viajar el sentimiento más arraigado en mí a día de hoy. Últimamente me ha tocado más que nunca escuchar cosas curiosas como lo del turismo sostenible. Algunes incluso reivindican el derecho al turismo. Claro, como todos los derechos, lo que piden es el paperecho al turismo. El turismo es una industria, creada por el capitalismo para alimentar los sueños de algunes de sus trabajadores seleccionades -¡afortunades nosotres, somos de eses trabajadores seleccionades!-. Pero es una de las industrias más destructivas, que nos entrega el placer de poner patas arriba culturas, economías y entornos.
En cualquier caso, aunque no tenga ganas de viajar, preferiría que los motivos fueran los que tienen otres muches en este planeta, es decir, la falta de recursos, o el que preferirían quienes mueren queriendo llegar a nuestras playas, no necesitar escapar de la matanza capitalista, y no una verja levantada por la ley. Pero toda esa gente nunca serán turistas… Así que, tranqui, nuestras maravillosas playas están cerradas para esas dos clases de humanos, seguiremos reservando el honor de pisarlas para quienes tienen paperechos, y si quien nos vende los helados no tiene todos los papeles, miraremos a otro lado, pues no queremos quedarnos sin helados en la playa. ¿También necesitamos algunes sin paperechos!
Pero me he ido por las ramas, habitual en mi caso, y hablaba del papel que aún tengo sin sacar totalmente del envoltorio. ¿Y qué mejor regalo que un papel? Un pedacito de paperecho, regalo de la CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos). En efecto, la institución internacional ha resuelto que existen indicios de que el Estado chileno vulneró mis derechos humanos y, por tanto, que mi caso es admisible para entrar en las causas de la Comisión. Hemos cruzado una frontera, por tanto, una frontera de papel. ¡Y siempre toca celebrar! De nuevo, ha llegado UNA victoria, en apariencia más humilde que la de 2010, pero más importante que aquella derrota disfrazada de victoria, seguramente, aunque solo indique que el camino continúa abierto. Y es que falta mucho para que el asunto termine.
Y sin saber muy bien qué hacer con el juguete, miro hacia Chile y no sé si debo agradecer haber salido de allí. Seguramente, de haberme quedado, ahora estaría de nuevo en la cárcel, o desaparecido, o torturado, o muerto, o violado, o habría perdido los dos ojos o, con un poco de suerte, solo uno. Pero no tengo paperechos para ayudar en la larga lucha que mantiene el pueblo chileno. No hay más remedio que verlo desde lejos, y recibir con angustia las noticias.
Por eso, entiendo que para sus medios de comunicación mi noticia sea ridícula. ¡Cómo no lo va a ser, si cuando las cosas estaban más tranquilas también decidieron mirar para otro lado! Por suerte, existen medios libres, tan pequeños como imprescindibles, que debemos cuidar, pues la verdad solo encuentra a través de ellos rendijas por las que llegar a nosotres, y por eso intentan las autoridades cerrar todas esas rendijas, ser dueñas de todos los papeles, las únicas repartidoras de paperechos.
Me viene al recuerdo la lucha mantenida los últimos años vividos en Buenos Aires por mantener una de esas rendijas. Esa rendija se llamaba Antena Negra TV, pero tampoco nosotres teníamos paparechos, y Prosegur sí -para eso están las amistades en las instituciones responsables de dar papeles-, y tuvimos a dos compas procesades por comunicar. Y recordando esos días, me doy cuenta de que, si por casualidad me hubieran detenido a mí, habría aparecido ese papel mágico de Interpol y de pronto se habría materializado en la prensa el terrorismo anarquista. Lo hizo en 2013 El País, en los tiempos en los que el Estado español necesitaba alimentar la amenaza anarquista. Ahí aparecía mi nombre, el único que mencionaban. El escritor que parece tener pasado terrorista. Y ahí estará siempre, mientras la causa no termine de verdad. Luego, aunque termine bien, cualquiera sabe…
La cárcel no es el único castigo, ni el más duro muchas veces. El sistema tiene muchas maneras para intentar acallar voces.
¡Feliz papel nuevo!