Escribí en un papel el nombre de mis esperanzas,
lo guardé en el sobre y lo puse
dentro de una caja.
No sé si esa caja quedó enterrada
o en el desván,
pero en el olvido quedaron
el nombre allí escrito
y las esperanzas depositadas en la caja.
Supe después que en un sótano,
en un sótano negro de un enorme edificio gris,
se conservaban miles de cajas como aquella,
en cada cual el nombre del esperanzado
y el año en que allí depositó sus esperanzas.
En un profundo sótano aséptico que ni los ratones visitan.
La mía, en cambio, allí sigue,
en el desván
o en la fosa que olvidé,
pues nunca regresé a buscarla.
Tal vez porque en algún otro lugar guardé
algún otro tipo de esperanza,
anónima, quizá.