Lurrean haziak (Semillas en la tierra)

Editorial: Elkar

Año: 2.023

Páginas: 120

*Puedes dejar abajo tu opinión o comentarios.

Iraultza está cautiva en manos de desconocidos, con la única compañia de la machi mapuche Sayen. Mientras, en la comunidad Lof Kidu Ngüenewün no piensan quedarse dormidos. Zigor no está solo; su primo segundo Nahuel es al mismo tiempo compañero de desvelos y fuente de nuevas preocupaciones. No son precisamente las vacaciones de Semana Santa que esperaban en Argentina, pero ¿quién ha dicho que eso sea malo? Iraultza y Zigor tampoco son los mismos que dieron inicio al curso en septiembre. Nuevas semillas empiezan a abrir caminos y oportunidades para futuros posibles a miles de kilómetros de Ondarrate.

#YoTambiénHe encontrado geografías e historias negadas por la colonización. #YoTambiénMe he topado con las contradicciones de mi origen. #YoTambiénHe aprendido a amar fuera de los moldes enseñados. #YoTambiéneHe encontrado familias que la sangre no da. #AMíTambién me han dicho que este es el único mundo posible. #YoTambiénHe buscado las semillas de esos mundos imposibles. Nunca se inventará barrotes tan estrechos como para encerrar nuestro deseo de libertad.


Han pasado tres años desde que me vino a la cabeza esta pequeña colección para jóvenes (ya tengan estos jóvenes 13 u 80 años). Era 2020 y aún el mundo sólo olía la punta del iceberg de lo que nos iban a hacer tragar. No podíamos adivinar lo que sería convertir nuestras propias casas en cárceles -cárcel real, no esa que el discurso habitual nos intenta vender desde hace tiempo- y no poder hacer más que un paseo al día por el patio de nuestra cárcel, con otros presos convertidos en nuestros centinelas, atrincherados en sus balcones por si el virus quisiera trepar por las paredes. Aquel ambiente distópico podía ser ideal para introducirlo en una novela, pero decidí dejar libres de esas cadenas a mis queridos adolescentes, Iraultza y Zigor. Suficientes cadenas tendría de por sí la sociedad que estos gemelos dicigóticos conocerían. Así, tuve la idea clara desde el principio: tres historias para desnudar gradualmente los fundamentos putrefactos de nuestra sociedad -de nuestro bienestar-, para dar cuerpo ante los ojos del lector a sus barrotes invisibles de historia en historia. El orden tampoco fue casual y conforman entre los tres, en gran parte, una especie de círculo que se cierra con esta última historia. Tampoco es casual que en esta aventura Iraultza comience cautiva en un lugar desconocido, con un machi mapuche a su lado.

Y es que el hilo conductor que se abrió en Uzta garaia (Tiempo de cosecha) con la realidad de Baazima y los temporeros, la brecha entre poseedores y desposeídos, la base intangible de nuestro sistema social, económico y político, no es más que una de las caras de lo que se nos mostrará en esta última aventura. No voy a explicarlo más, porque son los propios libros los que tienen que cumplir esa labor. Para hacer esta último giro y poner fin a un viaje que Iraultza y Zigor iniciaron en el curso de sus 14 años, el salto también debía ser mayor. Si el paisaje de la primera aventura se circunscribía al pequeño pueblo de los gemelos -Ondarrate- y si en Katuak jandakoa (Lo que se comió el gato) iban a andar un poco perdidos por la capital del territorio -Bilbao-, en esta última saltarían a un mundo completamente desconocido, hasta Wallmapu, a tierras mapuche. Así, en esa lejana porción de tierra de lo que hoy se llama Argentina -en Junín de los Andes- conocerán a gente misteriosa, un poco mágica, que no tiene miedo a la lucha, las últimas piezas de un amplio puzzle que harán germinar las semillas que los gemelos llevan en su corazón. Los riesgos y amenazas que acorralarán a los gemelos dicigóticos también crecerán gradualmente en el trayecto de Ondarrate a Junín de los Andes. Ese es el destino de los que empiezan a ver las grietas del sistema; al menos de quienes deciden no ignorarlas.

Las fronteras entre los mundos juvenil y adulto, sin embargo, son brumosas, caprichosas, y así ocurre también en la literatura. Porque esas semillas misteriosas que Iraultza llevará a casa guardadas en tierra guardan una conexión más estrecha de lo que parece en el universo literario que voy tejiendo para jóvenes y adultos; son una puerta, un puente, una ventana, un aliento verde que conoce los secretos para cruzar fronteras que sólo existen en las mentes humanas.


FRAGMENTO PARA LECTURA

Iraultza ha perdido ya la cuenta de las horas pasadas mirando ese rostro. Aún siente dolor por todo el cuerpo, sobre todo en las manos, pero el dolor más profundo, el que le quema las entrañas, lo siente en su dignidad. No se puede decir que esté asustada. O al menos no es ese el sentimiento que la domina. O ha conseguido encerrar la voz del miedo en un lejano rincón, igual que han encerrado los cuerpos de Sayen y ella. Puede que esté tranquila gracias a la calma que desprende el rostro que tiene delante, en la medida que la situación deja para la tranquilidad. En vano trataría de leer en el mapa formado por las arrugas de esa mujer. Adivina viejos dolores, que nunca cicatrizan, formando una red de carreteras o afluentes que Google Maps nunca mostrará. Los ojos permanecen abiertos bajo los bordados del pañuelo negro, pero parecen más vueltos hacia mundos interiores invisibles y piensa si no se ha olvidado de ella –de Iraultza–.

También ha estudiado el entorno durante mucho tiempo y tiene memorizadas las manchas de las cuatro paredes desnudas que alguna vez serían blancas, las grietas y el testimonio que alguien, quizá un niño, quiso dejar con un lápiz rosa. Sin embargo, no ha conseguido adivinar qué quiso escribir o pintar. La habitación tiene poca luz, la que accede por una estrecha ventana que supera la capacidad de salto de Iraultza, por las rendijas que le dejan una reja roñosa y las espesas telarañas. Ha detectado unas arañas que vigilan sus redes alrededor del techo, indiferentes a los nuevos visitantes, inmóviles, como adormecidas, esperando alguna mosca perdida. Ha dejado de contar para cuando ha llegado a diez. Tal vez Zigor sabe cuáles de las arañas, insectos, bichos y serpientes que habitan estos parajes pueden ser peligrosos, e Iraultza se repite a sí misma que sufrirán menos ataques de mosquitos gracias a ellas. Que son amigas, en fin, centinelas de las alturas. A través de los agujeros y grietas entre las tablas que forman el zócalo ha visto cucarachas que, al parecer, no tienen más pasatiempo que jugar al escondite. El hecho de que los únicos muebles de la habitación sean tres colchones le ha hecho pensar en si no tendrán que pasar allí la noche, y desde entonces ha intentado medir dos o tres veces si será capaz de echar su cuerpo sobre uno de ellos y envolverlo en una de esas mantas que se le antojan anchos trapos. De momento, tiene uno de ellos como único asiento frente al que ocupa la machi. Machi, palabra aprendida hace tan poco, el mismo día en que se le abriera todo un nuevo mundo desconocido. Entre la anciana y ella, con equidistancia y como símbolo de cierta igualdad entre ambas, tienen una jarra llena de agua. Es el único gesto cortés que han tenido los secuestradores, al menos que no las mate la sed. No parece que sepan muy bien qué hacer con Sayen y con ella, e Iraultza sospecha que su presencia ha trastornado sus planes, cualesquiera que fuesen. ¿Qué hacía aquella mocosa convertida en sombra de los pasos de la machi en el bosque? En aquel agujero, al que no quiere reconocer el estatus de habitación, se siente atada a la tierra, no precisamente con mismo tipo de conexión que sienten los mapuches con ella. Se ha imaginado cucaracha, aunque a su edad aún no haya conocido a Kafka, ni falta que hace, porque ella no quiere esconderse bajo una cama o un sofá, sino entrar por algún agujero entre aquellas viejas tablas del zócalo y encontrar el camino hacia el mundo exterior.

Aquellos hombres rudos no las han apaleado, pero su rudeza misma, las palabras insultantes, pueden ser más dolorosas que cualquier golpe, y su viaje atada al fondo de la camioneta le ha dejado magullado todo el cuerpo. Menuda manera de pasar las vacaciones de Semana Santa… Y, sin embargo, todo esto le produce una extraña emoción. Está secuestrada con una machi, esa anciana mujer que empezara a admirar a las pocas horas de conocerla, la sabia Sayen. ¿Cómo hace para estar tan tranquila la mujer mapuche? Ni el menor lamento le han arrancado aquellos burros. ¿Cuántos son? Cuatro, al menos. Cuatro grandullones para atrapar a una señora de setenta y ocho años y a una niña de catorce. Cuatro grandullones armados, como si sus brazos robustos y sus caras de salvajes no les bastaran.

– Perdona si te metí en este lío, lamngen, pensarás que no tengo derecho. No sabía cómo ocurriría exactamente, pero sí que pasaría algo. Que algo tenía que pasar. Saldremos de aquí con más fuerza que al entrar, ya verás.

Y los labios de Sayen se cierran tal como se han abierto para decir lo que necesitaba decir.

¿Cómo has llegado aquí, Iraultza? La cabeza de la niña tiene que echar atrás. ¿Cuántos días? Por lo menos hasta el viernes en que comenzaran las vacaciones de Semana Santa. O quizá más lejos, hasta los días en que empezaron a hacer planes para las vacaciones. ¿Qué tenía ella entonces en la cabeza? Zigor quiso darle lecciones que tendría que reservar para Trumoi: dónde está Neuquen, cuántos kilómetros tendrían que hacer en autobús desde Buenos Aires, qué clima tenía, que el centro de la Pampa era siempre seco, pero al sur, en torno a aquel Junín de los Andes al que irían, había bosques, ríos y lagos; y le enseñó las fotos buscando en Internet. Qué apacible parecía todo en aquellas imágenes. Ni la menor sombra de conflicto en aquel mundo desconocido que su hermano le había enseñado. Allí vivía Marga, prima de su madre, con su único hijo Nahuel. Nada de padre, al parecer. El desconocido primo segundo era mayor que ellos; de 16 años. La edad de Baazima, se le ocurrió a Iraultza. En fin, mejor así, Iraultza quería siempre juntarse con gente mayor, y estaba segura de que para Zigor también sería más estimulante tener una cabeza más madura a su alrededor (no imaginó entonces qué clase de estímulo), aunque a su lado toda la supuesta sabiduría de su hermano pareciera la retahíla de un niño sabihondo. Le vendría bien un poco de humildad.

Sería otoño en Argentina, pero, según buscó Zigor, no corrían riesgo de pasar mucho frío en aquella época. Quizá por la noche. Así que no tendrían que llenar demasiado las maletas. El vuelo, por otra parte, sería tan largo como en otras ocasiones. Estaban acostumbrados a hacer Bilbao-Madrid-Buenos Aires, pero Neuquen estaba bastante más lejos de la capital que Tandil.

Zigor. ¿Dónde está ahora mismo? ¿Se ha dado cuenta alguien de que se ha alargado demasiado el paseo que iban a dar por el bosque? El chico andará embobado, fascinado con la radio de Nahuel. O con el propio Nahuel, quizá. No le puede echar nada en cara, buen tipo tiene su primo segundo. Iraultza, sin embargo, prefiere a su amigo, sobre todo cada vez que pone la lengua en marcha. Iraultza vuelve a mirar las paredes por undécima vez, pero las manchas oscuras no le enseñan ninguna puerta oculta, y la única visible, la sólida puerta metálica, está bien cerrada con llave y no cederá a los esfuerzos inútiles de la joven. Ya ha podido comprobar tanto como eso. ¿Cómo llegó allí? En la mente de la chica aparecen imágenes que parecen de otra época.

 

–¿Tenéis listas las maletas? Al final vamos a llegar tarde –les llegó la voz de Sonia desde la cocina.

–No me caben los libros –fue el eco que se extendió desde la habitación de Zigor –, ¿hay sitio en vuestras maletas?

–¡Nos vamos de vacaciones, por favor! -contestó otro eco, esta vez desde el dormitorio de Iraultza-. ¿No has metido ninguna guía para divertirse en tu equipaje?

–¿Te has olvidado de que después de las vacaciones estaremos de exámenes para cuando nos demos cuenta?

–Exámenes, exámenes, tendrán que examinarte la cabeza, hermanito.

Sin embargo, la réplica de Iraultza no traspasó las paredes de su dormitorio, apenas formando un murmullo, mientras cerraban su maleta.

–Si crees que vas a meter más libros en la mía, has pillado.

-¿Cuántos libros son? -preguntó al fin la madre.

–Dos, Ciencias Naturales y Sociedad.

–Trae te lo llevo en la mía, pero mueve el culo, el avión no espera porque tú tengas ganas de estudiar.

Finalmente, Zigor llegó también a la cocina. En la puerta les esperaba su padre, con las llaves del coche en la mano, mirando la escena tras sus gruesos cristales.

–Aire, aire –repetía la madre a su hijo –. Pareces mujer.

– Por qué? -se enfadó su hija-. ¿Eso es lo que vamos a aprender de ama- ¿Un tópico machista?

Sonia, sin embargo, hizo caso omiso del gruñido de su hija y repasó en voz alta la lista del imprescindible equipaje: cepillo de dientes, zapatillas de casa, muda, pijama, bañador, por si tuvieran ocasión de ir al lago, algún jersey grueso, que puede hacer frío por la noche… Las toallas se las prestaría la propia Marga, según le aseguró. Cuando Zigor terminó de abrocharse las zapatillas, en señal de asentimiento a toda la lista, Sonia tomó las llaves de manos del Karmelo.

– Yo conduzco, fíjate qué hora es, contigo llegamos a Loiu para ver cómo se marcha el avión.

La cabeza de Karmelo apenas hizo un movimiento de arriba abajo, esforzándose por descifrar el significado completo de las palabras de su mujer.

–Dices que conduzco lento…

–Vamos, vamos, no te quedes ahí, sé que tú no tienes prisa por nada –interrumpió Sonia la pregunta retórica de su marido.

Así comenzó la aventura argentina, con la madre dejando huellas paralelas y cruzadas de ruedas en las curvas desde Ondarrate hasta Loiu. Zigor e Iraultza se pasaron la primera mitad del camino discutiendo sobre la música que había que poner en el coche, hasta que por fin llegaron a un acuerdo: pondrían Tremenda Jauría, el grupo que había abierto el camino a Iraultza para cambiar su opinión sobre el reggaetón. Sobre todo, desde que escuchó sus canciones con Kumbia Queers y Sara Hebe. Así, Iraultza bajó del coche sin poder quitarse de la cabeza parte de su canción favorita: «Crecen las flores abonadas por cuerpos de los que lucharon/Crecen las flores regadas por sangre de los que pelearon». En la cola para el vuelo Bilbao-Madrid quedaban unas diez personas, las últimas.

–Formales y haced todo lo que os diga ama, no os metáis en jaleos que no os incumben, ¿vale?

La despedida elegida por el padre tenía una destinataria principal, pero Iraultza se despidió de Karmelo como si tal consejo no hubiera tenido nada que ver con ella.

–No te quejarás, toda la casa para ti. Ya te veo estos días metido hasta las orejas en las tripas de tus radios y no tendrás a nadie que te recuerde que hay que alimentar el cuerpo de vez en cuando. ¡No quiero encontrarte más flaco a la vuelta!

Karmelo no había conseguido vacaciones para Semana Santa. Su mujer y sus hijos tampoco tenían claro que lo hubiera intentado demasiado. No sabrían nunca si al quedarse solo le había faltado tiempo para abrir una botella de champán. La madre y los niños, por otra parte, tenían por delante un largo viaje, y apenas podían imaginar lo que les traería la visita que iban a hacer a la prima materna. Habían estado en Argentina antes, claro, pero no tan al oeste. No conocían a la prima de ama, Marga, y el nombre de Junín de los Andes dejaba ecos misteriosos en los oídos de los gemelos. Para entonces, la cabeza de Zigor estaba llena de datos: cuántas provincias tenía Argentina, dónde estaba Neuquen, qué clima y orografía tenía… Iraultza recordó las fotos mostradas por su hermano, sobre todo las del lago cercano a su destino. Huechulafken, ese sí que es un nombre exótico como para llenar la cabeza de sueños. Antes, sin embargo, tenían muchas horas embarcados en el avión, sobre todo en el vuelo Madrid-Buenos Aires. Para acortar esas horas, tenía música, claro, y tenía que reconocer que había algo especial en el último grupo que su hermano le diera a conocer: Mafia Chill. Vaya nombre tan gracioso. No pillaba demasiado bien lo que querían decir con ese “el lobo quiere estepa”, pero no le regalaría el placer de darle otra clase al sabinhondo que tenía en el asiento contiguo. Cuando dejaron atrás la península y empezaron a volar sobre el mar, se aburrió de la música y se puso a leer el libro de Ursula K. Le Guin robado a escondidas a su madre. Conocería por fin qué eran esos desposeídos. Prontola cabeza de Iraultza viajaba desde la luna de Anarres a estrellas aún más lejanas, al tiempo que el peso de sus pestañas la vencía.