Es oficial: en septiembre, estará en la calle mi novena novela, Bahiketa, publicada por Txalaparta.
Marzo de 2012. Tras pasar año y medio en Euskal Herria, estoy de vuelta en Latinoamérica. En Argentina por segunda vez. Calor asfixiante en cuanto salimos del aeropuerto. Esta vez nuestras amistades Jorge y Gladys nos dan alojamiento a Vane y a mí, en Ramos Mejía, hasta encontrar un piso de alquiler en capital. No es ejercicio fácil pagar un piso en Buenos Aires. Siendo extranjeres, solo hacen contratos temporarios, pisos para turistas, los precios más caros, en dólares, y basándose en el dolar blue para pasarlos a pesos, muy por encima de la cotización oficial. Ha marchado Vane a Chile a visitar a su familia, y ahí estoy yo, en la casa de Jorge y Gladys: una casa de dos pisos, con jardín trasero, una pequeña pieza arreglada para nosotres arriba, por las mañanas la consulta de Gladys convertida en mi oficina para traducir y escribir, la familia gatuna (¿eran cinco?) dueña y señora, tanto dentro de casa como en el jardín. En mi horario de trabajo, solo el gato «Foris» tiene permitido quedarse a mi lado en la oficina. Él es el único que no mea en los retratos de Freud. Sí, estoy en casa de psicólogues. No parece estadísticamente tan difícil en el entorno de Buenos Aires.
Horas para explorar la ciudad después de comer, mientras busco piso; conciertos, el local antifascista La Cultura del Barrio, la biblioteca anarquista José Ingenieros, el Salón Pueyrredón, pequeña Meca del punk…, y charlas interminables y sesiones gastronómicas con Jorge, cuando estoy en casa. Y en uno de esos atardeceres, sobre la mesa del jardín un porro entero para mí y, a mitad del viaje, comida china salvadora. Quizá no es la mejor idea fumar marihuana entre un matrimonio de psicólogues. Sobre todo si eses psicólogues son Jorge y Gladys, y entre elles utilizan su peculiar y críptico lenguaje. Entra la cabeza en bucle, comienza el asalto de sospechas paranoicas, y solo soy capaz de seguir el hilo y balbucear algo cuando el tren que me llega invertido se ordena. Subo al dormitorio, por fin, sintiendo que han transcurrido cinco horas. Al día siguiente, al encontrarme con el fantasma, descubro que no fueron más que cuarenta minutos. El fantasma es Jorge, que realiza saqueos nocturnos al frigorífico. En mi cerebro todas las piezas están en orden, cada cual en su lugar. Sigo leyendo El libro negro de Orham Pamuk. Y ahí, sin pedir permiso, comienza a urdirse una novela en mi mente, mientras en mi interior arraiga la intención de no repetir otra experiencia como esa.
¿Podía resultar de ahí una novela corriente? Difícil.
Estaba entonces terminando Los buenos no usan paraguas, y después, cuando Vane regresó de Chile, recuperados el ordenador y los discos duros que la Fiscalía chilena había mantenido secuestrados, instalades ya en el primer departamento que tendríamos en capital, en la avenida Honorio Pueyrredón de Villa Crespo, pude recuperar Bioklik, y reemprender un proyecto comenzado hacía mucho. Le tocaba esperar al nuevo proyecto. Mientras, la ciudad me regalaría material abundante para ambientar la historia.
En 2016, terminado Bioklik y aún en Buenos Aires, por fin me metí de lleno en el proyecto comenzado en Ramos Mejía, y lo terminé en Bermeo, en 2018, tras regresar en 2017 a Euskal Herria. Sin Vane esta vez, pero acompañado por los gatos argentinos Liki y Newen. ¿Cómo no iban a tener protagonismo los felinos? Ya habían aparecido esos animales en algunos libros anteriores. Un gato blanqui-rojo era el único testigo del diálogo de la primera página de mi primera novela, Hamaika ispilu ganbil, y en la novela Gezurra odoletan Vero también tenía un amigo pegajoso y peludo: Pepi. Pero era inevitable que esta vez los gatos cobraran otro protagonismo. Los he amado desde niño, ¡pero tuve que esperar hasta 2014 para tener uno por compañero! Llegado precisamente de Ramos Mejía, de la casa de mis amigues. No hace falta pensar mucho para adivinar quién me inspiró el nombre.
No es el libro al que más le ha tocado esperar, y aquí está, por fin. No sé si se parecerá al padre. Por si acaso, la culpa es de Orham Pamuk y de la marihuana.
(Debo agradecer a Edorta Jimenez por leerlo y darme generosamente su opinión).